Domingo, 04 de Agosto de 2013 11:33
Opinión
Por Gustavo Espinoza M. (*)
La detención de la ex parlamentaria nacionalista Nancy Obregón y el juicio
incoado contra ella y 14 personas de su entorno, ha puesto en el centro del
debate nacional un tema al mismo tiempo delicado y sugerente.
Delicado, porque nuestro país ocupa hoy el primer lugar de la región en lo
que se refiere a la exportación de PBC y a su venta. Y sugerente porque la
conexión de lo que hoy muchos consideran un “Narco Estado” con la política, no
es un fenómeno nuevo ni una experiencia inédita. Aunque distintos voceros de la
clase dominante pretendan negarlo, el fenómeno tiene raíces, e involucra a las
más significativas estructuras de la vida nacional.
Los medios de comunicación han tomado con extremo entusiasmo el caso de
Nancy Obregón y lo han explotado a su manera con un doble propósito:
descalificar al gobierno de Humala pretendiendo presentarlo como “protector de
narcos” y limpiar la ejecutoria de otras fuerzas realmente vinculadas al ilegal
negocio de la coca desde antaño.
El comportamiento del cogollo alanista del APRA y el juego de la mafia, no
han hecho sino confirmar ese derrotero. García lo ha puesto en evidencia porque
sabe que está en juego su propio destino. Busca obsesivamente, por eso, eludir
la el imperio de la ley u confirmar su impunidad. .
Para los grandes medios es importante sostener la tesis que Nancy Obregón
está vinculada al Narcotráfico y al terrorismo. Pero más importante aún es
subrayar que fue congresista del Nacionalismo en el periodo 2006-2011, que fue
invitada por Humala para asumir esa función, y que contó con el apoyo del ex
Presidente del Congreso, Daniel Abugattás quien “la protegió”.
Y para la Mafia en sus dos variantes, el hecho marca “la incursión del
narcotráfico en la política” lo que coloca al Perú en una suerte de “país
paria” en nuestro continente. Así lo han dicho, con el mayor desparpajo, Jorge
del Castillo y Javier Velásquez —por la vertiente alanista— y Kenyi
Fujimori por el lado de la dictadura neo nazi que envileció al país a partir de
1990.
Es posible que ellos hayan olvidado —porque sufren de amnesia política para
ciertos efectos—, pero el Perú recuerda que la primera gran incursión del
narcotráfico en la política se dio aquí en 1980, cuando pudo establecerse que
Carlos Lanberg —el capo peruano del Narcotráfico— financió la campaña
presidencial del APRA en 1980. En esos mismos años había adquirido “Villa
Mercedes”, la casa en la que vivió y murió Haya de la Torre, ubicada en
Ate Vitarte. Luego, ella sería “transferida” al APRA para albergar una suerte
de “lugar emblemático” en el que se reúne la cúpula de ese partido en febrero y
en agosto, para recordar el nacimiento y la muerte de su “Jefe”, el Duce
aprista.
Claro que las cosas no quedaron detenidas en el tiempo. A su paso, la
dirección del APRA estuvo vinculada también al “Clan” de los Sánchez Paredes y,
más recientemente, el gobierno de García liberó a más de tres mil delincuentes
condenados por delitos de narcotráfico gracias a la acción de la tristemente
célebre “Comisión de Indultos”, liderada por Facundo Chinguel, hoy reo en
cárcel.
No hace mucho, y cuando el tema no había crecido aún, Alan García sostuvo
que él mismo había tenido participación directa en la concreción de esos
indultos. Para atenuar su culpa —y compartirla en olor de santidad— aseguró que
cada caso, lo había consultado con Dios, antes de suscribir las resoluciones
concediendo la libertad a los condenados.
A eso ¿no se llama insertar el tema del narcotráfico en el corazón de la
política peruana? ¿No se le considera parte de la historia de una “clase”
política envilecida y en derrota? ¿No se le toma en cuenta como un factor
decisivo en el proceso de descomposición de un Partido que, en su momento, se
proclamó “revolucionario” y “antiimperialista” y de una Mafia que vivió a
expensas de la ciudadanía y busca hoy afanosamente volver a hacerlo?
Y es que no fue solamente el APRA el que estuvo metido en este mugriento
negocio de la droga. No hay que olvidar que aun en los años sesenta del siglo
pasado, la droga salía del país en buques de la Armada; y que en bajo el
Fujimorato, los envíos de droga se hacían en el avión presidencial, como se
denunció en ese momento y pudo establecerse de modo indubitable después.
De esa etapa vinieron nexos que luego generaron vínculos nunca investigados
con Keiko Fujimori y el financiamiento de su campaña presidencial el 2011 —la
empresa Hayduk y otras—; y con otras, de las que es accionista
privilegiado Kenyi Fujimori, quien recientemente fue descalificado por
incapaz de decir la verdad, en un programa de la TV peruana.
Veamos, entonces, las cosas con un poco de calma: Nancy Obregón fue durante
muchos años dirigente de los cocaleros, es decir, de los agricultores que
cultivan la coca en diversos valles de nuestro país. La hoja de coca, no es
droga, y cultivarla, no constituye delito. Es posible sin embargo que, viviendo
un largo tiempo en el precario lindero entre el cultivo de la coca y su
conversión en PBC a través de laboratorios clandestinos, haya mantenido
relación con comerciantes inescrupulosos vinculados al negocio de la droga.
Eso, hay que investigarlo objetivamente y —de confirmarse— sancionarlo. Ese,
como todos los delitos, es responsabilidad individual, y compromete a quien
lo comete.
En los citados casos del APRA y el fujimorismo, esa “responsabilidad
individual” alcanzó al difunto Villanueva del Campo y a García, a Alberto
Fujimori y a Keiko y a Kenyi, los cachorros del “chinito de la yuca”. Pero en
el caso de la Obregón, el tema la compromete a ella y podría incluir —quizá— a
algunos de los 14 encausados en su juicio. Pero no tiene más alcance.
Si hoy los medios buscan “comprometer” al Partido Nacionalista y más
precisamente al Presidente Humala, eso tiene otra connotación: se explica por
el obsesivo afán de debilitar al gobierno para actuar —después— con las manos
libres.
A ese mismo propósito se orienta la ofensiva de prensa descargada contra el
mandatario peruano en las últimas semanas. Repetir hacia el cansancio monsergas
de “Ollanta traidor”, “Ollanta asesino”; quemar fotos del Presidente y prender
fuego a ataúdes con su nombre; no responde a los propósitos de una legítima
demanda ciudadana; sino a un odio irracional acumulado, a una exaltada pasión,
o —más probablemente— al interés especifico por aislar y derrotar a un
mandatario que, en su momento, hizo morder el polvo de la derrota a la derecha
más reaccionaria.
A ese mismo odio responde la campaña contra Nadine Heredia y más
puntualmente contra los ministros que “osan” fungir de voceros del régimen,
como Jiménez Mayor, o los titulares de Defensa y de la Mujer
Ese odio, se genera de esa circunstancia —junio del 2011—. Y tiene su base
en dicha experiencia política, casi inédita en la vida nacional, en la que un
pueblo alzado contra la dominación tradicional, buscó un camino liberador. El
que hoy, éste no se haya concretado, constituye una experiencia de masas y una
lección para todos: nos ayudará a comprender algo que Carlos Marx dijera hace
más de doscientos años: “Solo el pueblo, salva al pueblo”.
No son reyes, ni zares, ni ricos, los que podrán salvar la sociedad de
nuestro tiempo. Y la revolución social —esa por la que luchamos siempre— se
producirá no cuando sobre ella mande nuestra ira, o nuestra impaciencia; sino
cuando tomen conciencia de ella millones de personas y se apresten a resolver
los problemas que agobien a millones de personas. Porque más allá de voluntades
individuales y heroicas, la Revolución fue siempre —y será siempre— un fenómeno
de masas, o simplemente no será.
Cuando la derecha dispara todos sus fuegos contra Ollanta Humala no lo hace
para defender al pueblo. Lo hace para cautelar sus intereses, y proteger sus
privilegios. Por eso, hay que tener cuidado y recordar una verdad confirmada
por la historia: cuando se coincide con la derecha; la que se beneficia, es la
derecha.
Política y Narcotráfico en el escenario peruano, se dan la mano entonces.
No hay que olvidarlo.
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