miércoles, 28 de enero de 2015

¿POR QUÉ UNA LEY GENERAL DEL TRABAJO?

Por Edgardo Balbín Torres*

Recordar por qué es urgente la aprobación del proyecto de Ley General del Trabajo (LGT) puede resultar especialmente importante ahora que desde algunos sectores del Gobierno se promocionan otras medidas de reforma para cierto sector de trabajadores (¿MYPES?), cuya orientación –de disminución de beneficios o acceso progresivo a éstos- resultaría distinta a la del proyecto de LGT. Aunque estas recientes iniciativas de reforma irían, según lo anunciado, en camino paralelo al proyecto de LGT y tendrían carácter transitorio, hay razones para sospechar que quizá algunos desearían convertir la novedosa propuesta de reforma en permanente o, incluso, sustitutoria a la de la LGT. No es casual que hoy reviva un antiguo discurso según el cual el proyecto de LGT, por reforzar los niveles de protección laboral vigentes, conforma una propuesta inviable en una realidad como la nuestra, marcada por la informalidad y el subempleo. Estas breves líneas tienen por objeto destacar sólo algunos aspectos que esperamos, contribuyan a rebatir estas afirmaciones y justificar el carácter urgente que tiene la aprobación de la LGT.

La construcción de una cultura de diálogo en el proceso de discusión de la LGT

Convendría recordar en primer lugar que la necesidad de contar con una LGT es fruto de un primer consenso político y social alcanzado en el foro del Acuerdo Nacional. En dicho escenario y en plena efervescencia del recién recuperado régimen democrático (2001-2002), el Gobierno y diversas organizaciones de la esfera política y de la sociedad civil –entre ellas el APRA y la CONFIEP- acordaron respaldar la aprobación de la LGT como medida indispensable para alcanzar un empleo digno y productivo (Décimo Cuarta Política de Estado). Es cierto que junto con la LGT se hacía mención también a la necesidad adoptar otras medidas destinadas a ampliar el acceso progresivo a derechos laborales en las microempresas, pero es razonable deducir que estas medidas encontrarían sentido sólo en tanto conducen a los trabajadores de las MYPE al disfrute efectivo de los derechos establecidos en el régimen general (el de la LGT). De allí, el carácter excepcional y transitorio que les otorgan los consensos del Acuerdo Nacional y la importancia de someterlas, al igual que la LGT, al dialogo social en el Consejo Nacional del Trabajo.

Pero no sólo eso. Además de gozar del respaldo de los actores sociales en el foro del Acuerdo Nacional, el contenido del proyecto de LGT ha sido discutido por más de cuatro años en el Consejo Nacional del Trabajo, instancia de dialogo de composición tripartita. Los consensos logrados han sido significativos en número y aunque no han alcanzado la totalidad del contenido del proyecto, el proceso de discusión ha sentado un precedente de mucha importancia en la tarea de construcción de una cultura de dialogo y participación en nuestro país. Sería la primera vez que la legislación laboral es resultado del dialogo y la participación de los actores sociales.

Sin duda, y al margen de las naturales diferencias entre empresarios y trabajadores en cuanto a temas como el despido o la contratación temporal, la participación de las organizaciones de empresarios en este largo proceso de discusión en el Consejo Nacional de Trabajo sólo puede ser entendida como un respaldo a la reforma de la LGT. De un inicial rechazo empresarial a la discusión de la LGT, hemos transitado a la participación activa de los gremios empresariales en la discusión y, por ello, hoy podemos afirmar que el contenido de la LGT no sólo constituye un ensayo académico, sino expresa también una aspiración del conjunto de los actores sociales involucrados en el sistema productivo, entre ellos, las organizaciones de empleadores. ¿Qué otro valor podría tener el 85% de los consensos alcanzados y suscritos por los representantes de los empleadores? Resultaría muy difícil entender como, luego de participar constantemente en todo el proceso de discusión y de construir a través del consenso gran parte del articulado, los empresarios podrían sostener ahora que la LGT no debe aprobarse o debe sustituirse por una reforma de signo diverso.

Lo anotado nos conduce a concluir que la aprobación de la LGT tiene enorme importancia con relación al proceso de institucionalización del dialogo social. Postergar o descartar la aprobación de la LGT implicaría restar valor a los procesos de dialogo en el foro del Acuerdo Nacional y el Consejo Nacional del Trabajo; significaría enrumbar contra el esfuerzo de consolidación de una cultura de dialogo en nuestro país. Evidentemente, las mismas razones –sobre todo la necesidad de construir una cultura de dialogo- deberían conducir al Gobierno a someter cualquier novedosa propuesta de reforma laboral al Consejo Nacional del Trabajo.

La LGT como factor de impulso de la competitividad en un contexto auténticamente democrático

La necesidad de aprobar la LGT se sustenta además en otras razones.

En primer lugar, la evidente inconsistencia de la legislación vigente con un régimen auténticamente democrático. Recordemos que, no obstante su enorme incidencia social, la legislación vigente fue expedida por un régimen autoritario sin discusión parlamentaria ni dialogo social, e instauró un modelo normativo que potenció en forma desmedida los poderes empresariales en la gestión del trabajo restando a los trabajadores posibilidades de participar en la determinación de sus condiciones de empleo. Por lo tanto, constituye una actitud coherente con las más elementales convicciones democráticas propender a un nuevo modelo normativo como el de la LGT que, además de ser fruto del dialogo social, garantice la libre actuación de los trabajadores organizados.

Ciertamente el carácter democrático de nuestro modelo de Estado demanda una reforma que establezca un marco de protección laboral adecuado para los trabajadores (notoriamente distinto y mejor que el actual) y tenga aptitud para propiciar la competitividad empresarial. Pero; ¿son compatibles ambos propósitos?

La legislación flexibilizadora vigente se ha montado sobre la idea de que “a menores derechos puede lograrse mayor competitividad”. Por lo tanto, se funda en una supuesta incompatibilidad entre protección laboral adecuada y competitividad empresarial que, como la han señalado ya muchos economistas, no resulta correcta por dos razones: la competitividad constituye un concepto en extremo complejo que no alcanza a ser explicado única o primordialmente en función de los niveles de protección laboral que fija la ley; y, aún cuando dicha relación fuese posible de establecer, no encuentra verificación empírica en las experiencias comparadas. Incluso, nuestra reciente historia es la mejor evidencia de ello.

Ciertamente, el objeto manifiesto de la flexibilización de los noventa fue atenuar o eliminar “rigideces” (o derechos) para facilitar la gestión del trabajo y logar mayor competitividad. Al cabo de más de diez años y aún contando con dosis exageradas de flexibilidad (como en ningún otro país de la región) nos mantenemos a la zaga de los índices de competitividad y junto con nuevos contingentes de trabajadores precarios han surgido también nuevos contingentes de “empresarios precarios”, que basan su fortuna en una insostenible e irracional explotación del trabajo. Más bien, la fórmula “a mayores derechos mayor competitividad” si podría encontrar verificación empírica pues los niveles de protección laboral en muchos de los países líderes en materia de competitividad son bastante más elevados que los nuestros.

Cabe notar que las mismas voces que bombardean la LGT reeditan hoy esta supuesta incompatibilidad entre protección laboral adecuada y competitividad empresarial e, incluso, aprovechando la coyuntura, justifican sus propuestas de disminución de derechos en otro antiguo y también errado postulado: “a mayores derechos mayor informalidad laboral”. Bastaría recordar otra vez, para contrariar esta pretendida relación, que durante la década de los noventa y con una extrema flexibilidad laboral, el número de contratos no registrados se mantuvo inalterable, o que la estrategia de rebaja del costo del trabajo (costo laboral) para formalizar, propuesta por la Ley MYPES, ha tenido una insignificante acogida. En suma, señalar que los trabajadores formales son los causantes de la informalidad y apelar a su supuesta falta de solidaridad con los informales para justificar una reforma a la baja, es simplificar en extremo inaceptable el complejo problema de la informalidad.

Diversas experiencias y estudios señalan que la competitividad se basa en incrementos sostenidos de productividad y de que éstos, a su vez, no se basan en la rebaja del costo laboral sino en la formación de los trabajadores y la seguridad en sus empleos, en un contexto de pleno respeto de las libertades sindicales. Definitivamente, ninguna estrategia de competitividad autoriza al empleador a hacer lo que quiera con sus trabajadores.

La LGT puede insertarse en esta línea en favor de la competitividad empresarial en la medida que elimine todo margen de arbitrariedad en la gestión del trabajo por parte del empleador y procure seguridad para los trabajadores en sus puestos de trabajo. Aquí, el “principio de causalidad” en la contratación y el despido aparece como un elemento clave para desterrar la arbitrariedad pues, atendiendo a que lo único que justifica el poder de mando empresarial sobre la persona del trabajador es una razón de producción, sujeta las decisiones del empleador a la existencia de una causa objetiva, necesariamente derivada de la correcta marcha del sistema productivo. El principio de causalidad admite la contratación temporal sólo si existe una necesidad temporal de personal justificada por las características de la producción, y admite el despido sólo si se verifica una causa señalada en la Ley vinculada a un incumplimiento grave de obligaciones por parte del trabajador o a una coyuntura excepcional en la empresa. La decisión arbitraria, que esconde casi siempre un motivo discriminatorio, no tiene cabida en un sistema regido por el principio de causalidad y, por ello, la observancia de este principio es el principal factor de impulso y garantía para la seguridad del trabajador en su puesto de trabajo. Ciertamente, la observancia del principio de causalidad involucra la elaboración de un catalogo adecuado de causas para la contratación temporal y el despido, destinado siempre a satisfacer necesidades legítimas del proceso productivo y no a dar acogida a decisiones arbitrarias.

En segundo lugar, la LGT consolida un escenario garantista para el libre ejercicio de los derechos sindicales. Habría que recordar que la protección de la libertad sindical y la negociación colectiva de las condiciones de empleo, además de ser imperativos constitucionales, constituyen elementos indispensables para garantizar condiciones estables para la inversión y redistribuir la riqueza generada. Las inversiones responsables no buscan salarios baratos o garantías de impunidad, sino condiciones estables y escenarios con institucionalidad democrática. Y no puede hablarse de institucionalidad democrática sin asegurar el libre ejercicio de los derechos sindicales y su actuación en el escenario empresarial, sectorial y en las mesas de dialogo social. Pero, por otro lado, la calidad del trabajo y, en particular, la mejora de las condiciones salariales que logra la negociación colectiva conforma una plataforma de impulso para la competitividad.

* Profesor de Derecho Laboral de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

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