martes, 13 de octubre de 2015

El país del Presidente


Eduardo Toche Investigador (DESCO)

El penúltimo año de Humala confirmó la extinción de la política como característica general de las últimas décadas, asociada ahora –para no desacostumbrarnos- a una rápida desaceleración del crecimiento económico y la multiplicación de los conflictos sociales. Podrá decirse que estas dos últimas cuestiones no tendrían que presentarse como problemas sino como datos de la realidad que las políticas gubernamentales deberían procesar.
En efecto, no son el problema. Lo es un gobierno que finalmente no mostró aptitud alguna para conducirlos -la economía y los conflictos sociales- si no a buen puerto, al menos a refugios temporales que permitan asegurar el menor daño posible. Simplemente, hace tiempo agotó su capacidad de reacción.
Nada corroboró de mejor manera esta situación, que el anodino Mensaje a la Nación que ofreció el presidente Humala el 28 de julio, relevante por lo que se esperó y no dijo pese a que muchos de estos temas eran sumamente delicados.
Así, aunque no son pocos los que intentan ver la desaceleración de la economía como algo explicable con la caída de los precios internacionales de los commodities, esto no es totalmente cierto. Lo que debemos resolver es cómo vamos a organizarnos y gestionar lo que tenemos para lograr el máximo provecho. Si vemos las cosas de esta manera, percibiremos que estamos realmente en dificultades.
Lo que podríamos hacer, pero no lo haremos
En el plano económico, ya no deberíamos tener al frente del MEF a ministros tramitadores cuya función se redujo a ser los guardianes de la caja fuerte. Desde meses atrás era imperativa la presencia de un verdadero conductor de la política económica, con iniciativas y metas claras, además de concebir el buen gasto como algo más que simplemente poner cinco llaves a los recursos financieros. En otras palabras, necesitábamos alguien que tuviera un perfil diametralmente opuesto al actual ministro de Economía.
Pero, no es todo. Seguramente, lo más importante debió ser la manera como el gobierno gestionaría una serie de conflictos sociales de alta intensidad que hacia inicios del presente año ya se vislumbraban nítidamente en el horizonte. Una cuestión a tomar en cuenta era que esas protestas sociales anunciaban una mutación hacia expresiones más organizadas a las vistas en el pasado. Además, han estado muy teñidas de sentido político en tanto ingresamos al ciclo electoral que culminará con las elecciones generales de abril del próximo año.
Un tercer aspecto que debió considerarse fue la poca capacidad que tiene el aparato estatal para procesar estas situaciones. Desde las épocas en que los primeros ministros debían abordar un avión para iniciar un periplo por todo el país, apagando los conflictos que habían devenido en violentos, debió haber corrido mucha agua debajo del puente, pero parece que no ha sido así.
Desde el 2012, se buscó construir un sistema dentro del aparato estatal que debía darle mayor presencia y legitimidad en base a un tratamiento radicalmente diferente al que venía dándose a la gestión de los conflictos. Hubo indudables avances que muy probablemente se pierdan por la extrema debilidad de un gobierno que parece estar terminando su mandato en estado catatónico.
Nada ejemplificó mejor lo que aseveramos que Tía María. Seguramente, dicho proyecto minero anunciaba con mucha más claridad que otros los conflictos que se habían anidado en su entorno, demostrando la incapacidad que tenemos Estado, empresas y sociedad para aprender de lo vivido, apenas los últimos años. Más allá de la historia puntual del enfrentamiento de los meses recientes, Tía María fue ocasión para seguir acumulando muertos y violencia, en un escenario en el que se evidenció el virtual naufragio de la institucionalidad, la crisis de representación que no es sólo política sino también social, la corrupción que alcanza a las empresas y a las organizaciones sociales, la protesta cada vez más turbulenta y sin control y la perplejidad de un gobierno que tras transitar de las promesas de la gran transformación al compromiso de la hoja de ruta, hoy simplemente ha perdido la brújula y busca sobrevivir hasta el término de su mandato, en medio de su propia incertidumbre.
En suma, Tía María, una vez más, mostró la derrota de la política, presentando un gobierno que desesperadamente buscó deshacerse de su responsabilidad, pretendiendo, por un lado, que la empresa –a la que apoyaron decididamente– resuelva en 60 días lo que el Estado y ella no pudieron resolver en seis años, mientras simultáneamente, por el otro, descalificaban a la población, acusándolos de terroristas antimineros, persiguiéndolos judicialmente, buscando un chivo expiatorio, y haciéndolos parte de los responsables de una conspiración que impide el crecimiento económico del país.
Tía María fue ocasión para seguir acumulando muertos y violencia, en un escenario en el que se evidenció el virtual naufragio de la institucionalidad, la crisis de representación que no es sólo política sino también social
Las continuidades
Además de Humala, hay otros actores. Ahí tenemos las cantadas candidaturas presidenciales para el 2016 de Keiko Fujimori, Pedro Pablo Kuczynski y tal vez Alan García y Alejandro Toledo, todas ellas expresiones de un pasado que no pudimos superar y a las que se une aspirantes como el inefable exministro del Interior, Daniel Urresti, cuyo único propósito visible pareciera ser evitar a como dé lugar las consecuencias de las acusaciones por violaciones a los derechos humanos que penden sobre él.
Pero, no solo en el manejo económico y la gestión de conflictos se evidenciaron graves peligros, dada las restringidas habilidades del gobierno para un manejo adecuado en ambos casos. El Congreso interesa más, en términos prácticos, para bosquejar los alcances del presupuesto 2016, de manera tal que permita a todos aquellos que tienen expectativas de sobrevivencia política proceder a un manejo y reorientación acorde a sus intereses específicos. En suma, no hay mayores diferencias ideológicas entre los parlamentarios y la competencia entre ellos toma forma en cuál es el populismo más ramplón y que tenga mayores posibilidades de ser financiado con los recursos públicos, la manida fórmula que se usa para asegurar la continuidad en sus curules. Dadas las cosas de esa manera, no deja de ser triste cómo queremos remediar esta situación con cuestiones formales que implican meras y vacías reformas en el reglamento parlamentario.
La crisis de los partidos y su visión nacional debe alarmar no solamente a sus propios seguidores, sino a todos los que creemos en el sistema democrático y lo patrocinamos. Esto es particularmente evidente entre quienes constituyen ese tercio del electorado que normalmente se sitúa a la izquierda del espectro político y que aparece tan fraccionado durante los últimos 25 años, para no remontarnos más atrás, y marcado por condiciones sumamente “limeñas” de sus cabezas o pequeños líderes.
Esto lleva a una imperiosa necesidad de redefinición de cómo se entiende la participación política, la representación social y la concertación de intereses comunes de amplio giro, que lamentablemente no va a surgir desde dentro de los partidos políticos que demostraron tener representación nacional hasta no hace mucho y que han perdido vigencia. La organización y modernización de la izquierda probablemente llegue desde fuera y no de la competencia desgastante de pequeños grupos brindando un espectáculo poco alentador.
Ojos que no ven
En suma, en el Perú de Humala no existen los gobiernos regionales ni las municipalidades. No hay conflictos sociales ni pueblos indígenas... tampoco los pobres. En el país del Presidente no hay gravísimos problemas de inseguridad ciudadana, no tenemos un severo fenómeno de El Niño advertido por todas las estaciones metereológicas del mundo, ni soportamos fuertes impactos debido al cambio climático.
Humala supuso que no había nada que decir sobre las iniciativas del Ejecutivo, transcurridos sesenta días de haber recibido facultades legislativas. Sumido en su extraña manera de entender la política, no realizó ninguna convocatoria a los partidos y organizaciones sociales luego de haber perdido el control del Congreso el día anterior, a lo que debemos sumar una generalizada desaprobación ciudadana. No consideró necesario mencionar algo sobre nuestra política exterior, salvo una alusión tímida a la Alianza del Pacífico, atribuirse un supuesto éxito en La Haya (sin reconocer méritos a gobiernos anteriores), pero nada sobre lo que nos comprometen en el acuerdo Transpacífico (TPP) como camisa de fuerza al modelo en curso.
Finalmente, Humala nos habló con números de la educación y los programas sociales, en los que hubo casi unanimidad respecto avances en esos rubros. Sin embargo, lo que esconden esas cifras es el retroceso experimentado por el Perú en el Ranking de Competitividad Mundial 2015, en donde estamos ubicados en el puesto 54 entre 61 países analizados, desandando cuatro posiciones desde la última evaluación.
En resumen, el incremento de la competitividad local exige cambios estructurales que impacte fundamentalmente en el sector educación y en la infraestructura en servicios básicos y tecnológicos, a fin de dinamizar la productividad nacional. Una pena que hayamos desperdiciado la oportunidad, cuando las vacas estaban gordas.
En otras palabras, el país imaginario del Presidente no resiste análisis alguno. Pero, tampoco pasan la prueba las fantasías que buscan vender los voceros de una derecha económica que no quiere ver el pobrísimo resultado que ha obtenido el modelo neoliberal que promueve ciegamente, luego de 25 años de aplicación ininterrumpida y con el gran viento a favor que fue el superciclo de precios de los commodities.
Así, las causas de la retracción económica actual no deberían ubicarse en las limitaciones evidenciadas por uno de los gobernantes que buscaron no salirse de la ortodoxia neoliberal, sino en esta última: el problema no es el mensajero, sino el mensaje mismo. Se queja ahora nuestra derecha de lo pésima que fue la fórmula de crecimiento a toda costa, para que el Estado reciba mayores impuestos, con los cuales financiar programas sociales asistencialistas que, a su vez, sostengan clientelas electorales. ¿Por qué achacar a Humala algo que hicieron todos los gobernantes en los últimos 25 años? Obviamente, de ello no íbamos a obtener ningún resultado sostenible, sólo satisfacciones efímeras. Así es como está sucediendo.
Como afirma José Matos Mar, al final del camino neoliberal vemos una “profunda desintegración nacional (que) se expresa en la desarticulación física, económica, social, política y cultural del país, cuya superación es el mayor objetivo que cualquier gobierno tiene que proponerse”. Hace treinta años, esa frase podía haber sido, palabras más palabras menos, el punto de partida y la aspiración con los que mediríamos nuestra progresión. Transcurrido el tiempo, fue el triste punto de llegada para un modelo que no pudo dar lo prometido. Aquellos que crean que el gobierno de Humala fue “el quinquenio perdido”, deberían sumar 20 años más y hablar del cuarto de siglo echado por la borda.


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