domingo, 25 de febrero de 2024

Un antes en Belizario y otros caseríos del desierto de Sechura

 

Por: Evaristo Chunga Zapata

Un antes en Belizario …

En el recuerdo invernal de agosto del año 2013, hace ya once años, mientras navegaba por las ondas radiofónicas conduciendo el programa "Punto de Encuentro" en la emisora Radio Cutivalú de Piura, un eco distante se deslizó entre las frecuencias, una voz que emergió del árido paisaje del desierto de Sechura, un lugar donde el sol abraza la tierra con despiadada intensidad y donde el olvido parece tejido en cada grano de arena. La llamada telefónica llevaba consigo el aliento de aquellos a quienes el destino parece haber olvidado, era la voz de Jesús Octavio Morales Macalupú, el teniente gobernador de un recóndito caserío llamado Belizario.

Desde la distancia, sus palabras fluían como arroyos en un paisaje desértico, llevando consigo historias de lucha y desamparo. Con cada frase, Jesús Octavio pintaba un cuadro desgarrador de su comunidad, un lugar donde la presencia del Estado era apenas un eco distante, donde las necesidades más básicas eran un lujo inalcanzable y donde el sufrimiento de la población se disolvía en el vasto horizonte de arena y soledad.


Jesús Octavio Morales Macalupú


A través de la magia de la radio, su voz trascendía las fronteras geográficas y alcanzaba los corazones de quienes sintonizaban. En cada palabra, se podía sentir la determinación de un hombre que se negaba a rendirse ante la adversidad, que luchaba incansablemente por el bienestar de su comunidad, a pesar de las dificultades y el abandono.

Aquella llamada telefónica marcó el inicio de una travesía, un viaje hacia lo más profundo del desierto de Sechura, donde el equipo de "Punto de Encuentro" de Radio Cutivalú de Piura, se propuso dar voz a aquellos que habían sido silenciados por la indiferencia y la negligencia. Jesús Octavio se convirtió en nuestro guía en este viaje hacia lo desconocido, compartiendo con nosotros los secretos y las esperanzas de su gente.

Desde entonces, el nombre de Belizario resonaría en nuestras mentes como un recordatorio de la fuerza y la resiliencia del espíritu humano, un lugar donde la adversidad se enfrenta con valentía y donde la solidaridad y el compromiso son más fuertes que cualquier tormenta de arena.

Así, aquella llamada telefónica de agosto del año 2013, se convirtió en el inicio de una historia de lucha y de esperanza, una historia que aún hoy, once años después, sigue resonando en cada rincón de nuestro ser, recordándonos que, incluso en los lugares más inhóspitos, el poder de la humanidad siempre prevalecerá.

En el año 2013, Jesús Morales se alzaba como la voz valiente que rompía el silencio en los recónditos caseríos de la comunidad campesina San Martín de Sechura. Desde Belizario hasta El Barco, desde La Coscola hasta Nueva Esperanza, desde Tres Cruces hasta Sobrero Verde y San José, cada rincón llevaba consigo el peso de un vía crucis cotidiano, una odisea marcada por la sed y el abandono.

En aquellos días, la cisterna de la municipalidad provincial de Sechura, desde hace décadas, parecía más un oasis esquivo que una fuente de esperanza. Una vez al mes, como un acto de caridad a cuentagotas, apenas se distribuían diez baldes de agua para satisfacer las necesidades de una población sedienta.

Los nombres de los caseríos resonaban como plegarias en la boca de Jesús Morales, quien denunciaba ante la indiferencia de las autoridades el sufrimiento de su gente. Desde las candentes arenas de Noria Honda hasta los rincones olvidados de Pueblo Nuevo, El Barco, El Sauce, La Coscola, Tres Cruces, el clamor por un acceso digno al agua se elevaba como un eco persistente en medio del desierto.

Cada día, cada semana, cada mes, los pobladores se veían obligados a librar una batalla desigual contra la sequía y el desamparo, bajo el sol implacable del desierto de Sechura, la promesa de ayuda quedaba relegada a meras palabras vacías.

Pero en medio de la aridez y la desesperanza, surgía la figura de Jesús Morales, como un faro en la oscuridad, guiando a su comunidad con determinación y coraje. Su voz se alzaba como un grito de resistencia, un recordatorio de que la dignidad no puede ser negada ni siquiera por la más cruda de las realidades.

A pesar del infortunio, la lucha de los pobladores de este trozo de la comunidad campesina San Martín de Sechura no caía en el olvido. La memoria de aquellos días de penuria y sacrificio perduraría como un testimonio de la fuerza del espíritu humano y como un llamado a la acción, recordándonos que, incluso en los desiertos más áridos, la esperanza nunca se agota por completo.

Ironías de la vida. En las entrañas de la provincia y distrito de Sechura, un tesoro oculto yace bajo la mirada vigilante de los dioses antiguos. Gas, petróleo, fosfatos, diatomitas, calcáreos, sal, uranio: una riqueza sin fin que parece fluir como el río de la abundancia. Sin embargo, esta opulencia es más un espejismo que una realidad para aquellos cuyos pies pisan la tierra ancestral de estos pueblos.

Las empresas nacionales y extranjeras, como buitres voraces, se ciernen sobre estas tierras, devorando los frutos de la madre tierra para enriquecerse a costa de la pobreza y la miseria de sus verdaderos dueños. Los comuneros, testigos vivientes de una historia milenaria, languidecen en la sombra de la opulencia, condenados a una existencia de privaciones y olvido.

Agosto del año 2013, la sed, esa cruel compañera del desierto, devora las gargantas de los comuneros, quienes ven cómo el agua, el líquido vital que debería fluir como un manantial generoso, se convierte en un bien escaso y precioso, reservado solo para aquellos que pueden pagar el precio de la codicia. La atención médica es un lujo lejano, una quimera inalcanzable para quienes sufren en silencio bajo el peso de la enfermedad y el abandono.

Una pequeña escuelita, construida con el sudor y el esfuerzo de los propios moradores, se erige como un oasis de esperanza en medio del desierto de la ignorancia. Pero incluso este faro de conocimiento se ve amenazado por la sombra de la negligencia y el desinterés.

Abandonados por aquellos que deberían protegerlos y cuidarlos, los pueblos de Sechura se convierten en testigos mudos de la explotación despiadada de sus recursos naturales. La tierra llora lágrimas de sal por sus hijos perdidos, mientras las empresas continúan su danza macabra en busca de más riquezas, sin importarles el sufrimiento que dejan a su paso.

Agosto del año 2013, en medio de la oscuridad, sin embargo, un destello de resistencia brilla en los corazones de los comuneros. Aunque olvidados y marginados, mantienen viva la llama de la esperanza, sabiendo que algún día el sol volverá a brillar sobre sus tierras y que la justicia finalmente llegará para reclamar lo que les pertenece por derecho divino.

Agosto del año 2013, decidimos emprender este viaje, sin importar cuánto tiempo nos llevará en llegar. Con el apoyo inquebrantable de Jesús Morales, logró asegurar el medio de transporte necesario para adentrarnos en los anexos y caseríos del desolado desierto de Sechura. Don Félix Antón Martínez, con su generosidad sin límites, abrió las puertas de estas tierras áridas y olvidadas a los periodistas de Radio Cutivalú. Muchas gracias don Félix.


Don Félix Antón Martínez





En el silencio del desierto, entre dunas, el sol inclemente y cielo despejado, Don Félix Antón fue sorteando los algarrobos, vichayos, zapotes y otras plantas propias del desierto de Sechura, para encontramos con pueblos ancestrales que han habitado estas tierras desde tiempos inmemoriales. Gente como nosotros, con sueños y esperanzas, pero que han sido relegados al olvido por las autoridades locales, regionales y nacionales. Han vivido en la sombra, invisibles a los ojos de quienes detentan el poder y toman las decisiones que moldean sus destinos.

Pero hoy, gracias al esfuerzo conjunto de personas como Jesús Morales y Don Félix Antón Martínez, su voz finalmente encuentra un eco. Nos adentramos en sus hogares, compartimos sus historias y sus luchas, y descubrimos la verdadera riqueza que yace en la fuerza de su espíritu y la profundidad de su resiliencia.

En cada paso, en cada mirada, encontramos la fuerza y la dignidad de un pueblo que se niega a ser olvidado. En cada palabra, escuchamos el llamado a la justicia y la igualdad, resonando en medio del silencio ensordecedor del desierto.

Este viaje no es solo un recorrido físico por tierras áridas y olvidadas, sino también un viaje del alma, un despertar a la realidad de aquellos que han sido invisibles por demasiado tiempo. Nos comprometemos a llevar sus historias al mundo, a ser sus voces en la lucha por un futuro más justo y equitativo.

En las áridas tierras del desierto de Sechura, encontramos no solo desolación, sino también esperanza. Y con cada paso que damos juntos, nos acercamos un poco más a un mañana donde todos, sin importar dónde vivamos, seamos reconocidos y valorados como iguales.

Después de recorrer la imponente carretera Panamericana, que une las ciudades de Piura y Chiclayo, nos aventuramos por una senda menos transitada, una trocha carrozable que se adentra en un territorio dominado por la presencia imponente de algarrobos, vichayos y zapotes. Sin embargo, no tardamos en percatarnos de la agonía que aqueja a esta tierra sedienta, donde la escasez de agua ha llevado a estos árboles a un estado de marchitez irreversible.

La arena del desierto, imperturbable testigo del paso del tiempo, se une en un baile eterno con los ardientes rayos solares que descienden sobre la tierra, quemando todo a su paso. Es un paisaje que parece haber sido esculpido por el mismo fuego, una tierra que clama por el alivio de unas gotas de agua que nunca llegan.




Agosto del año 2013 la trocha carrozable, una vez testigo del ajetreo y la actividad de quienes la recorrían, ahora yace en un estado de abandono, víctima del paso implacable de las décadas y la falta de mantenimiento. Su superficie desgastada y agrietada es un reflejo del abandono que sufre esta región olvidada, donde los caminos se desdibujan entre la arena y el polvo.

A medida que avanzamos, nos sumergimos en un silencio sepulcral, roto solo por el susurro del viento que sopla entre las ramas marchitas de los árboles. Es un silencio cargado de melancolía, una melodía triste que habla de la lucha desesperada por la supervivencia en un entorno hostil.

Pero entre la desolación y la desesperanza, aún vislumbramos destellos de vida y resistencia. En cada árbol que se aferra a la tierra reseca, en cada rayo de sol que se filtra entre las nubes de polvo, encontramos la promesa de un mañana mejor. Porque incluso en los lugares más inhóspitos, la esperanza es el último recurso de los que se niegan a rendirse ante la adversidad.




En el vasto y desolado paisaje del desierto de Sechura, se erigen más de una docena de caseríos, testigos silentes de muchos siglos de historia. Con sus calles de arena y sus hogares de material rústico, estos pueblos albergan a millares de almas, cuyas vidas están entrelazadas con la aridez y la inclemencia del entorno.

Pertenecientes a la Comunidad Campesina San Martín, estos asentamientos se alzan como islas de vida en medio de la inmensidad del desierto. Situados en los confines de la Región Piura, parecen haber quedado atrapados en un remanso del tiempo, donde el reloj avanza con parsimonia y los días se deslizan uno tras otro, sin grandes cambios ni acontecimientos que los distingan.

Agosto del año 2013, la escasez de agua, esa esquiva fuente de vida, se cierne como una sombra omnipresente sobre estos pueblos sedientos. Cada gota es preciada, cada sorbo es un acto de supervivencia en medio del yermo implacable. La tala de algarrobos, aunque dolorosa para la tierra que los ve nacer, se convierte en la única fuente de sustento para muchos, en una lucha desesperada por mantener viva la llama de la esperanza en un entorno hostil.

Agosto del año 2013, entre las sombras de la noche y el resplandor del sol inclemente, los habitantes de estos caseríos sueñan con un futuro más próspero, con servicios básicos elementales que les permitan vivir con dignidad y seguridad. Sin embargo, estos sueños se ven frustrados una y otra vez por las promesas vacías de las autoridades, que parecen evaporarse en el aire sin dejar rastro alguno.

Y así, en este rincón olvidado del mundo, la vida sigue su curso, entre la lucha diaria por la supervivencia y la esperanza inquebrantable de días mejores por venir. En cada suspiro de viento que acaricia las dunas del desierto, se escucha el eco lejano de los anhelos de una comunidad que se niega a rendirse ante la adversidad, que sigue adelante con valentía y determinación, con la certeza de que, algún día, la luz brillará sobre sus rostros cansados y secos, y el agua fluirá como un río de vida en medio del desierto.

Han pasado once años desde aquel agosto del 2013, y ahora, con el eco de los recuerdos aún fresco en nuestras mentes, nos encontramos de nuevo en el umbral del desierto de Sechura. Fue en ese tiempo distante cuando la camioneta del señor Félix Antón Martínez, se convirtió en nuestro fiel medio de transporte, gracias a las gestiones de Jesús Octavio Morales Macalupú, cuyo espíritu perseverante nos guio a través de los laberintos de la aridez.

Don Félix, con la sabiduría arraigada en las líneas de su rostro curtido por el sol, se aventuró sin vacilación por los intrincados senderos del desierto. La camioneta, como un coloso entre la maleza espinosa, sorteaba con destreza los obstáculos naturales que se alzaban en nuestro camino: algarrobos ancestrales, vichayos testarudos y zapotes desafiando al tiempo.

Nuestro destino era el primer bastión de la vida en este vasto mar de arena y silencio: Belizario, un oasis de esperanza en medio de la desolación. Con cada sacudida del vehículo sobre el terreno irregular, sentíamos cómo la esencia misma del desierto se infiltraba en nuestras almas, tejiendo una conexión ancestral con la tierra árida que nos rodeaba.

A medida que avanzábamos, el silencio del desierto se hacía cada vez más elocuente, susurros de historias antiguas que se perdían en la inmensidad del horizonte. Y así, con el ruido monótono del motor como nuestra única compañía, nos adentramos en las entrañas de Belizario, donde el tiempo parecía detenerse en un eterno abrazo con la naturaleza indomable.

En cada giro de la rueda, en cada respiración entrecortada por el polvo, nos sumergíamos más y más en la esencia misma de este lugar olvidado por el tiempo. Y mientras el sol se inclinaba hacia el horizonte, pintando el cielo con pinceladas de fuego, sabíamos que este viaje era más que una simple travesía física; era un regreso a nuestras raíces, un reencuentro con la esencia misma de lo que significa ser humano en un mundo dominado por la naturaleza implacable.

En el vasto desierto de Sechura, donde la aridez del paisaje se mezcla con los susurros del viento, miles de voces se alzan en un clamor desesperado: ¡Agua! Sus peticiones atraviesan las dunas y los cielos despejados, buscando resonar en los corazones de aquellos cuyas decisiones podrían cambiar su destino. En ese caminar llegamos hasta un punto sellado que indica la perforación de un pozo para agua. Nos dice Jesús Octavio que ese pozo se perforó pero el agua que broto del subsuelo no era apta para consumo humano. 


                 Pobladores señalan punto de pozo de agua que fue perforado hace años

Sin embargo, sus llamados parecen caer en oídos sordos, perdidos en el eco vacío del desierto. Las autoridades sechuranas, los dirigentes comunales distantes e indiferentes, parecen ignorar las súplicas de quienes luchan por sobrevivir en medio de la sequedad y la escasez. Pero los habitantes de los pueblos del desierto no se rinden. Con valentía y determinación, elevan sus voces a los cuatro vientos, invocando a sus antepasados, aquellos que caminaron estas tierras siglos atrás. "¡Baja, hermano Manco Cápac!", claman, buscando el apoyo de aquellos que alguna vez lideraron el glorioso Imperio Incaico. En su llamado, se percibe la fuerza y el orgullo de quienes se consideran descendientes directos de aquellos grandes líderes del pasado. "Somos hijos de tus hijos, sangre de tu sangre", proclaman, recordando su legado y su herencia como pueblo. Y así, con la fe inquebrantable en sus corazones, invocan al "padre eterno", al espíritu que guió a sus antepasados con inteligencia y coraje hace tantos siglos. "Condúcenos al triunfo", ruegan, confiando en que, al igual que lo hicieron sus ancestros, encontrarán una salida de esta situación desesperada.

En medio del silencio del desierto, estas voces de resistencia resuenan como un eco eterno, recordando a todos aquellos que escuchan que, incluso en la más profunda adversidad, el espíritu humano sigue siendo indestructible, alimentado por la esperanza y la memoria de tiempos mejores. En el vasto desierto de Sechura, donde la aridez del paisaje se mezcla con los susurros del viento, miles de voces se alzan en un clamor desesperado: ¡Agua! Sus peticiones atraviesan las dunas y los cielos despejados, buscando resonar en los corazones de aquellos cuyas decisiones podrían cambiar su destino. En medio del silencio del desierto, estas voces de resistencia resuenan como un eco eterno, recordando a todos aquellos que escuchan que, incluso en la más profunda adversidad, el espíritu humano sigue siendo indestructible, alimentado por la esperanza y la memoria de tiempos mejores.

Luego hicimos un segundo viaje también en compañía de la periodista de Radio Cutivalú, Cindy Chanduví, en ese tiempo distante en la camioneta que se convirtió en nuestro fiel medio de transporte, propiedad del señor Félix Antón Martínez, mediante la cual nos adentramos en las entrañas de Belizario, nos sumergíamos más y más en la esencia misma de este lugar olvidado por el tiempo, donde este parecía detenerse en un eterno abrazo con la naturaleza indomable.

Esta historia continuará... 

11 años después en Belizario...

La segunda parte.