Jesús Octavio Morales Macalupú
A través de la magia de la radio, su voz trascendía
las fronteras geográficas y alcanzaba los corazones de quienes sintonizaban. En
cada palabra, se podía sentir la determinación de un hombre que se negaba a
rendirse ante la adversidad, que luchaba incansablemente por el bienestar de su
comunidad, a pesar de las dificultades y el abandono. Aquella llamada telefónica marcó el inicio de una
travesía, un viaje hacia lo más profundo del desierto de Sechura, donde el
equipo de "Punto de Encuentro" de Radio Cutivalú de Piura, se propuso
dar voz a aquellos que habían sido silenciados por la indiferencia y la
negligencia. Jesús Octavio se convirtió en nuestro guía en este viaje hacia lo
desconocido, compartiendo con nosotros los secretos y las esperanzas de su
gente.
Desde entonces, el nombre de Belizario resonaría en
nuestras mentes como un recordatorio de la fuerza y la resiliencia del espíritu
humano, un lugar donde la adversidad se enfrenta con valentía y donde la
solidaridad y el compromiso son más fuertes que cualquier tormenta de arena.
Así, aquella llamada telefónica de agosto del año
2013, se convirtió en el inicio de una historia de lucha y de esperanza, una
historia que aún hoy, once años después, sigue resonando en cada rincón de
nuestro ser, recordándonos que, incluso en los lugares más inhóspitos, el poder
de la humanidad siempre prevalecerá.
En el año 2013, Jesús Morales se alzaba como la voz valiente que rompía
el silencio en los recónditos caseríos de la comunidad campesina San Martín de
Sechura. Desde Belizario hasta El Barco, desde La Coscola hasta Nueva
Esperanza, desde Tres Cruces hasta Sobrero Verde y San José, cada rincón
llevaba consigo el peso de un vía crucis cotidiano, una odisea marcada por la
sed y el abandono.
En aquellos días, la cisterna de la municipalidad provincial de Sechura,
desde hace décadas, parecía más un oasis esquivo que una fuente de esperanza.
Una vez al mes, como un acto de caridad a cuentagotas, apenas se distribuían
diez baldes de agua para satisfacer las necesidades de una población sedienta.
Los nombres de los caseríos resonaban como plegarias en la boca de Jesús
Morales, quien denunciaba ante la indiferencia de las autoridades el
sufrimiento de su gente. Desde las candentes arenas de Noria Honda hasta los
rincones olvidados de Pueblo Nuevo, El Barco, El Sauce, La Coscola, Tres
Cruces, el clamor por un acceso digno al agua se elevaba como un eco
persistente en medio del desierto.
Cada día, cada semana, cada mes, los pobladores se veían obligados a
librar una batalla desigual contra la sequía y el desamparo, bajo el sol
implacable del desierto de Sechura, la promesa de ayuda quedaba relegada a
meras palabras vacías.
Pero en medio de la aridez y la desesperanza, surgía la figura de Jesús
Morales, como un faro en la oscuridad, guiando a su comunidad con determinación
y coraje. Su voz se alzaba como un grito de resistencia, un recordatorio de que
la dignidad no puede ser negada ni siquiera por la más cruda de las realidades.
A pesar del infortunio, la lucha de los pobladores de este trozo de la
comunidad campesina San Martín de Sechura no caía en el olvido. La memoria de
aquellos días de penuria y sacrificio perduraría como un testimonio de la
fuerza del espíritu humano y como un llamado a la acción, recordándonos que,
incluso en los desiertos más áridos, la esperanza nunca se agota por completo.
Ironías de la vida. En las entrañas de la provincia y distrito de
Sechura, un tesoro oculto yace bajo la mirada vigilante de los dioses antiguos.
Gas, petróleo, fosfatos, diatomitas, calcáreos, sal, uranio: una riqueza sin
fin que parece fluir como el río de la abundancia. Sin embargo, esta opulencia
es más un espejismo que una realidad para aquellos cuyos pies pisan la tierra
ancestral de estos pueblos.
Las empresas nacionales y extranjeras, como buitres voraces, se ciernen
sobre estas tierras, devorando los frutos de la madre tierra para enriquecerse
a costa de la pobreza y la miseria de sus verdaderos dueños. Los comuneros,
testigos vivientes de una historia milenaria, languidecen en la sombra de la
opulencia, condenados a una existencia de privaciones y olvido.
Agosto del año 2013, la sed, esa cruel
compañera del desierto, devora las gargantas de los comuneros, quienes ven cómo
el agua, el líquido vital que debería fluir como un manantial generoso, se
convierte en un bien escaso y precioso, reservado solo para aquellos que pueden
pagar el precio de la codicia. La atención médica es un lujo lejano, una
quimera inalcanzable para quienes sufren en silencio bajo el peso de la
enfermedad y el abandono.
Una pequeña escuelita, construida con el sudor y el esfuerzo de los
propios moradores, se erige como un oasis de esperanza en medio del desierto de
la ignorancia. Pero incluso este faro de conocimiento se ve amenazado por la
sombra de la negligencia y el desinterés.
Abandonados por aquellos que deberían protegerlos y cuidarlos, los
pueblos de Sechura se convierten en testigos mudos de la explotación despiadada
de sus recursos naturales. La tierra llora lágrimas de sal por sus hijos
perdidos, mientras las empresas continúan su danza macabra en busca de más
riquezas, sin importarles el sufrimiento que dejan a su paso.
Agosto del año 2013, en medio de la
oscuridad, sin embargo, un destello de resistencia brilla en los corazones de
los comuneros. Aunque olvidados y marginados, mantienen viva la llama de la
esperanza, sabiendo que algún día el sol volverá a brillar sobre sus tierras y
que la justicia finalmente llegará para reclamar lo que les pertenece por
derecho divino.
Agosto del año 2013, decidimos emprender
este viaje, sin importar cuánto tiempo nos llevará en llegar. Con el apoyo
inquebrantable de Jesús Morales, logró asegurar el medio de transporte
necesario para adentrarnos en los anexos y caseríos del desolado desierto de
Sechura. Don Félix Antón Martínez, con su generosidad sin límites, abrió las
puertas de estas tierras áridas y olvidadas a los periodistas de Radio
Cutivalú. Muchas gracias don Félix.
Don Félix Antón Martínez
En el silencio del desierto, entre dunas, el sol inclemente y cielo
despejado, Don Félix Antón fue sorteando los algarrobos, vichayos, zapotes y otras
plantas propias del desierto de Sechura, para encontramos con pueblos
ancestrales que han habitado estas tierras desde tiempos inmemoriales. Gente
como nosotros, con sueños y esperanzas, pero que han sido relegados al olvido
por las autoridades locales, regionales y nacionales. Han vivido en la sombra,
invisibles a los ojos de quienes detentan el poder y toman las decisiones que
moldean sus destinos.
Pero hoy, gracias al esfuerzo conjunto de personas como Jesús Morales y
Don Félix Antón Martínez, su voz finalmente encuentra un eco. Nos adentramos en
sus hogares, compartimos sus historias y sus luchas, y descubrimos la verdadera
riqueza que yace en la fuerza de su espíritu y la profundidad de su
resiliencia.
En cada paso, en cada mirada, encontramos la fuerza y la dignidad de un
pueblo que se niega a ser olvidado. En cada palabra, escuchamos el llamado a la
justicia y la igualdad, resonando en medio del silencio ensordecedor del
desierto.
Este viaje no es solo un recorrido físico por tierras áridas y
olvidadas, sino también un viaje del alma, un despertar a la realidad de
aquellos que han sido invisibles por demasiado tiempo. Nos comprometemos a
llevar sus historias al mundo, a ser sus voces en la lucha por un futuro más
justo y equitativo.
En las áridas tierras del desierto de Sechura, encontramos no solo
desolación, sino también esperanza. Y con cada paso que damos juntos, nos
acercamos un poco más a un mañana donde todos, sin importar dónde vivamos,
seamos reconocidos y valorados como iguales.
Después de recorrer la imponente carretera Panamericana, que une las
ciudades de Piura y Chiclayo, nos aventuramos por una senda menos transitada,
una trocha carrozable que se adentra en un territorio dominado por la presencia
imponente de algarrobos, vichayos y zapotes. Sin embargo, no tardamos en
percatarnos de la agonía que aqueja a esta tierra sedienta, donde la escasez de
agua ha llevado a estos árboles a un estado de marchitez irreversible. La arena del desierto, imperturbable testigo del paso del tiempo, se une
en un baile eterno con los ardientes rayos solares que descienden sobre la
tierra, quemando todo a su paso. Es un paisaje que parece haber sido esculpido
por el mismo fuego, una tierra que clama por el alivio de unas gotas de agua
que nunca llegan.
Agosto del año 2013 la trocha carrozable, una vez
testigo del ajetreo y la actividad de quienes la recorrían, ahora yace en un
estado de abandono, víctima del paso implacable de las décadas y la falta de
mantenimiento. Su superficie desgastada y agrietada es un reflejo del abandono
que sufre esta región olvidada, donde los caminos se desdibujan entre la arena
y el polvo.
A medida que avanzamos, nos sumergimos en un silencio sepulcral, roto
solo por el susurro del viento que sopla entre las ramas marchitas de los
árboles. Es un silencio cargado de melancolía, una melodía triste que habla de
la lucha desesperada por la supervivencia en un entorno hostil.
Pero entre la desolación y la desesperanza, aún vislumbramos destellos
de vida y resistencia. En cada árbol que se aferra a la tierra reseca, en cada
rayo de sol que se filtra entre las nubes de polvo, encontramos la promesa de
un mañana mejor. Porque incluso en los lugares más inhóspitos, la esperanza es
el último recurso de los que se niegan a rendirse ante la adversidad.
En el vasto y desolado paisaje del desierto de Sechura, se erigen más de
una docena de caseríos, testigos silentes de muchos siglos de historia. Con sus
calles de arena y sus hogares de material rústico, estos pueblos albergan a millares
de almas, cuyas vidas están entrelazadas con la aridez y la inclemencia del
entorno. Pertenecientes a la Comunidad Campesina San Martín, estos asentamientos
se alzan como islas de vida en medio de la inmensidad del desierto. Situados en
los confines de la Región Piura, parecen haber quedado atrapados en un remanso
del tiempo, donde el reloj avanza con parsimonia y los días se deslizan uno
tras otro, sin grandes cambios ni acontecimientos que los distingan. Agosto del año 2013, la escasez de agua,
esa esquiva fuente de vida, se cierne como una sombra omnipresente sobre estos
pueblos sedientos. Cada gota es preciada, cada sorbo es un acto de
supervivencia en medio del yermo implacable. La tala de algarrobos, aunque
dolorosa para la tierra que los ve nacer, se convierte en la única fuente de
sustento para muchos, en una lucha desesperada por mantener viva la llama de la
esperanza en un entorno hostil.
Agosto del año 2013, entre las sombras de
la noche y el resplandor del sol inclemente, los habitantes de estos caseríos
sueñan con un futuro más próspero, con servicios básicos elementales que les
permitan vivir con dignidad y seguridad. Sin embargo, estos sueños se ven
frustrados una y otra vez por las promesas vacías de las autoridades, que
parecen evaporarse en el aire sin dejar rastro alguno. Y así, en este rincón olvidado del mundo, la vida sigue su curso, entre
la lucha diaria por la supervivencia y la esperanza inquebrantable de días
mejores por venir. En cada suspiro de viento que acaricia las dunas del
desierto, se escucha el eco lejano de los anhelos de una comunidad que se niega
a rendirse ante la adversidad, que sigue adelante con valentía y determinación,
con la certeza de que, algún día, la luz brillará sobre sus rostros cansados y
secos, y el agua fluirá como un río de vida en medio del desierto. Han pasado once años desde aquel agosto del 2013, y
ahora, con el eco de los recuerdos aún fresco en nuestras mentes, nos
encontramos de nuevo en el umbral del desierto de Sechura. Fue en ese tiempo
distante cuando la camioneta del señor Félix Antón Martínez, se convirtió en
nuestro fiel medio de transporte, gracias a las gestiones de Jesús Octavio
Morales Macalupú, cuyo espíritu perseverante nos guio a través de los
laberintos de la aridez. Don Félix, con la sabiduría arraigada en las líneas
de su rostro curtido por el sol, se aventuró sin vacilación por los intrincados
senderos del desierto. La camioneta, como un coloso entre la maleza espinosa,
sorteaba con destreza los obstáculos naturales que se alzaban en nuestro
camino: algarrobos ancestrales, vichayos testarudos y zapotes desafiando al
tiempo. Nuestro destino era el primer bastión de la vida en
este vasto mar de arena y silencio: Belizario, un oasis de esperanza en medio
de la desolación. Con cada sacudida del vehículo sobre el terreno irregular, sentíamos
cómo la esencia misma del desierto se infiltraba en nuestras almas, tejiendo
una conexión ancestral con la tierra árida que nos rodeaba. A medida que avanzábamos, el silencio del desierto
se hacía cada vez más elocuente, susurros de historias antiguas que se perdían
en la inmensidad del horizonte. Y así, con el ruido monótono del motor como
nuestra única compañía, nos adentramos en las entrañas de Belizario, donde el
tiempo parecía detenerse en un eterno abrazo con la naturaleza indomable. En cada giro de la rueda, en cada respiración
entrecortada por el polvo, nos sumergíamos más y más en la esencia misma de
este lugar olvidado por el tiempo. Y mientras el sol se inclinaba hacia el
horizonte, pintando el cielo con pinceladas de fuego, sabíamos que este viaje
era más que una simple travesía física; era un regreso a nuestras raíces, un
reencuentro con la esencia misma de lo que significa ser humano en un mundo
dominado por la naturaleza implacable.
En el vasto desierto de Sechura, donde la aridez
del paisaje se mezcla con los susurros del viento, miles de voces se alzan en
un clamor desesperado: ¡Agua! Sus peticiones atraviesan las dunas y los cielos
despejados, buscando resonar en los corazones de aquellos cuyas decisiones
podrían cambiar su destino. En ese caminar llegamos hasta un punto sellado que
indica la perforación de un pozo para agua. Nos dice Jesús Octavio que ese pozo
se perforó pero el agua que broto del subsuelo no era apta para consumo humano.
Pobladores señalan punto de pozo de agua que fue perforado hace años
Sin embargo, sus llamados parecen caer en oídos
sordos, perdidos en el eco vacío del desierto. Las autoridades sechuranas, los
dirigentes comunales distantes e indiferentes, parecen ignorar las súplicas de
quienes luchan por sobrevivir en medio de la sequedad y la escasez. Pero
los habitantes de los pueblos del desierto no se rinden. Con valentía y
determinación, elevan sus voces a los cuatro vientos, invocando a sus
antepasados, aquellos que caminaron estas tierras siglos atrás. "¡Baja,
hermano Manco Cápac!", claman, buscando el apoyo de aquellos que alguna
vez lideraron el glorioso Imperio Incaico. En su llamado, se percibe la fuerza
y el orgullo de quienes se consideran descendientes directos de aquellos
grandes líderes del pasado. "Somos hijos de tus hijos, sangre de tu
sangre", proclaman, recordando su legado y su herencia como pueblo. Y así, con la fe inquebrantable en sus corazones,
invocan al "padre eterno", al espíritu que guió a sus antepasados con
inteligencia y coraje hace tantos siglos. "Condúcenos al triunfo",
ruegan, confiando en que, al igual que lo hicieron sus ancestros, encontrarán
una salida de esta situación desesperada. En medio del silencio del desierto, estas voces de
resistencia resuenan como un eco eterno, recordando a todos aquellos que
escuchan que, incluso en la más profunda adversidad, el espíritu humano sigue
siendo indestructible, alimentado por la esperanza y la memoria de tiempos
mejores. En el vasto desierto de Sechura, donde la aridez del paisaje se mezcla
con los susurros del viento, miles de voces se alzan en un clamor desesperado:
¡Agua! Sus peticiones atraviesan las dunas y los cielos despejados, buscando
resonar en los corazones de aquellos cuyas decisiones podrían cambiar su
destino. En medio del silencio del desierto, estas voces de resistencia
resuenan como un eco eterno, recordando a todos aquellos que escuchan que,
incluso en la más profunda adversidad, el espíritu humano sigue siendo
indestructible, alimentado por la esperanza y la memoria de tiempos mejores.
Luego hicimos un segundo viaje también en compañía
de la periodista de Radio Cutivalú, Cindy Chanduví, en ese tiempo distante en la camioneta que se convirtió en nuestro fiel
medio de transporte, propiedad del señor Félix Antón Martínez, mediante la cual
nos adentramos en las entrañas de Belizario, nos sumergíamos más y más en la
esencia misma de este lugar olvidado por el tiempo, donde este parecía
detenerse en un eterno abrazo con la naturaleza indomable. Esta historia continuará... 11 años después en Belizario... La segunda parte.
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