Por Gustavo
Gorriti.
Gustavo Gorriti |
Toda búsqueda de respuestas conduce, lo
sabemos, a nuevas preguntas.
La nota anterior, “el barro de la guerra”,
terminó planteando varias preguntas. Dos de ellas definen este artículo:
¿Vale la pena la lucha anticorrupción?
¿Es la lucha anticorrupción buena para la moral
pero mala para la economía?
La primera pregunta debió, quizá, ser mejor
planteada. Una lucha, en general, no vale la pena por sí misma sino por sus
resultados. Es cierto que hay épicas de pugna y sacrificio que permanecen en el
recuerdo de pueblos y naciones, pese a reveses y derrotas, porque mantienen
viva la esperanza de un futuro victorioso. El himno de los partisanos judíos,
por ejemplo, escrito por Hirsch Glick en la hora más negra del avance de la
bestia nazi, encerró esa esperanza en dos líneas:
“… El sol del mañana dorará nuestro
presente
Y nuestros enemigos se esfumarán con el
ayer”
La lucha contra la corrupción, por su propia
naturaleza, no debe buscar resultados lejanos en el tiempo sino logros
sustantivos en plazos prudenciales. Es imposible lograr un país limpio de un
día al otro, pero es posible (y no solo posible sino necesario), hacerlo en un
plazo razonable mediante avances progresivos, sistemáticos, medidos, que logren
cambios perdurables en una decena de años.
Una nación corrupta
puede convertirse en una honesta si se aboca con disciplina, decisión y
perseverancia a lograrlo.
Todos conocemos las historias de personas con un
estado físico deplorable que en algún momento decidieron cambiar sus chatarras
corporales por un estado físico vigoroso y saludable. No hay un gran secreto en
cómo hacerlo, salvo un método de ejercicio progresivamente fuerte, acompañado
por una nutrición inteligente y descanso adecuado. El verdadero secreto, que
divide a los miles que lo intentan de los pocos que lo logran, es la disciplina
y perseverancia a lo largo del tiempo, acompañadas por la medición y control
del progreso. El avance modesto del día hace el logro espectacular del año.
Lo que funciona para el individuo funciona también,
aunque en planos más complejos, en lograr cambios profundos en un país. Una
nación corrupta puede convertirse en una honesta si se aboca con disciplina,
decisión y perseverancia a lograrlo.
Hacerlo requiere el tipo de esfuerzo constante de
un número crucialmente alto de personas convencidas de que vale, y mucho, la
pena acometerlo.
Lo primero es definir con la mayor precisión
posible, el punto de inicio. ¿Cuán corrupto es un país; cómo se compara con
otros? ¿Hay forma de medirlo con razonable objetividad?
La hay. Existen por lo menos dos rankings mundiales
de corrupción que, aunque usen metodologías diferentes, arriban a resultados
muy parecidos entre sí.
El primero, y quizá el más conocido, es el “índice
anual de percepción de corrupción” que elabora Transparency
International. Como lo indica su nombre, el índice refleja la percepción de
corrupción en un país dado, medida por encuestas de opinión y opiniones
expertas. El ranking comprende cerca de 180 países en la
escala que va de un límpido 100 hasta un corruptísimo.
Otro índice prestigioso es el Global
Corruption Index, que utiliza cuatro indicadores básicos para medir la
corrupción:
- La
ratificación de convenciones fundamentales (OECD, NNUU);
- La
percepción de corrupción pública (el índice de Transparencia
Internacional, datos del Banco Mundial, etc.);
- La
experiencia reportada de corrupción (Datos del Banco Mundial y del World
Justice Project Organization);
- Características
específicas de corrupción en cada país.
Aparte de esos cuatro factores, se incorporan
indicadores sobre crímenes de “cuello blanco” medidos por instituciones
internacionales como el ‘Basel Institute on Governance’ o
el ‘The Economist Intelligence Unit’. Cada uno de los diversos
indicadores tiene un peso porcentual específico en la fórmula que arroja la
mayor o menor corrupción relativa de un país dado en un índice global de casi
200 naciones.
¿Cuánto coinciden y difieren entre sí esos dos
índices?
Vean, a continuación, el gráfico simplificado de
los índices de Transparencia Internacional y de Corrupción Global. Lado a lado
se encuentran, arriba, las 10 naciones más limpias del mundo; y, abajo, las 10
más corruptas. Aparte de las listas, está la posición del Perú en ambos
índices.
Como ven,
ambos índices coinciden en 8 de los 10 países considerados más limpios en el
mundo. Y coinciden también en 7 de los 10 países definidos como los más
corruptos.
En los dos índices, Perú se encuentra hacia la mitad de la tabla:
ligeramente por debajo de la mitad en el de Transparencia y ligeramente por
encima en el Índice Global de Corrupción. Las diferencias no son sustanciales,
con tendencias positivas que pugnan con las negativas y arrojan un resultado
mediocre. La única conclusión optimista proviene, si acaso, del diagnóstico de
que si bien la corrupción es importante en este país, la lucha contra ella será
mucho menos compleja que en, digamos, Libia o Turkmenistán.
Con esa visión diagnóstica, podemos buscar responder ahora a la
pregunta de cuánto vale la pena luchar contra la corrupción.
¿Vale la pena? Hemos escuchado, por ejemplo, a algunos notorios
empresarios sostener que la investigación del caso Lava Jato dañaba la economía
del país.
El siguiente gráfico simplificado los contradice. Se trata del
índice global de desarrollo humano del Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo. Igual que en el gráfico anterior, figuran los 10 países mejores y
los 10 peores en cuanto a desarrollo humano. Aparte está la ubicación del Perú
en el mismo índice:
El concepto
de ‘desarrollo humano’ es complejo y sujeto al efecto de diferentes variables.
En términos generales, no solo mide el ingreso per cápita de la población sino
también factores como niveles de educación, salud pública, esperanza de vida,
distribución del ingreso, entre otros.
Seis de los países en el tope de desarrollo humano figuran también
en los 10 mejores en los índices de mayor limpieza y menor corrupción de
Transparencia o el GCI. Los otros tres están entre los 20 primeros, a excepción
de Hong Kong, particularmente difícil de medir.
Un número menor de países con el peor desarrollo humano está
también en el fondo del sótano de la corrupción, pero casi todos se encuentran
entre los 15 o 20 peores.
¿Hay una correlación entre la calidad de una democracia y los
niveles de limpieza en una sociedad? Veamos el índice de 2018 de las mejores y
peores democracias del mundo elaborada por la unidad de inteligencia de
The Economist:
Ocho de las 10 mejores democracias en el mundo
figuran en los índices de las 10 naciones más limpias; y las otras dos se
encuentran muy cerca del tope.
A la vez, seis de las diez peores naciones en
cuanto a gobierno democrático en el mundo están también en la lista de las más
corruptas. Y las otras se ubican también muy cerca del fondo de esos
índices.
El Perú está, como en los otros rankings,
en la parte mediocre de la tabla aunque comparativamente mejor situado que en
otros índices, por el peso positivo de las libertades políticas en el resultado
final.
En la siguiente entrega mostraré otros índices que
correlacionan la ausencia de corrupción con el crecimiento de la sociedad y el
nivel y calidad de vida de sus ciudadanos. Y, no menos importante, el efecto de
reformas inteligentes en el dramático cambio positivo de indicadores que suelen
considerarse como muy difíciles de modificar.
Por lo pronto, creo que queda claro que hay una
correlación estrecha entre la disminución de los niveles de corrupción con la
calidad de la democracia y la mejoría del desarrollo humano de una nación. Así
que la lucha contra la corrupción no es solo un imperativo moral sino una
palanca decisiva para el robustecimiento democrático y el desarrollo de una
sociedad. También, para quienes ven las cosas en esos términos, es una
magnífica inversión.
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