lunes, 7 de octubre de 2019

¿Para qué sirve luchar contra la corrupción?


Por Gustavo Gorriti.

Gustavo Gorriti

Toda búsqueda de respuestas conduce, lo sabemos, a nuevas preguntas.
La nota anterior, “el barro de la guerra”, terminó planteando varias preguntas. Dos de ellas definen este artículo:
¿Vale la pena la lucha anticorrupción?
¿Es la lucha anticorrupción buena para la moral pero mala para la economía?

La primera pregunta debió, quizá, ser mejor planteada. Una lucha, en general, no vale la pena por sí misma sino por sus resultados. Es cierto que hay épicas de pugna y sacrificio que permanecen en el recuerdo de pueblos y naciones, pese a reveses y derrotas, porque mantienen viva la esperanza de un futuro victorioso. El himno de los partisanos judíos, por ejemplo, escrito por Hirsch Glick en la hora más negra del avance de la bestia nazi, encerró esa esperanza en dos líneas:

“… El sol del mañana dorará nuestro presente
Y nuestros enemigos se esfumarán con el ayer”

La lucha contra la corrupción, por su propia naturaleza, no debe buscar resultados lejanos en el tiempo sino logros sustantivos en plazos prudenciales. Es imposible lograr un país limpio de un día al otro, pero es posible (y no solo posible sino necesario), hacerlo en un plazo razonable mediante avances progresivos, sistemáticos, medidos, que logren cambios perdurables en una decena de años.

Una nación corrupta puede convertirse en una honesta si se aboca con disciplina, decisión y perseverancia a lograrlo.

Todos conocemos las historias de personas con un estado físico deplorable que en algún momento decidieron cambiar sus chatarras corporales por un estado físico vigoroso y saludable. No hay un gran secreto en cómo hacerlo, salvo un método de ejercicio progresivamente fuerte, acompañado por una nutrición inteligente y descanso adecuado. El verdadero secreto, que divide a los miles que lo intentan de los pocos que lo logran, es la disciplina y perseverancia a lo largo del tiempo, acompañadas por la medición y control del progreso. El avance modesto del día hace el logro espectacular del año.

Lo que funciona para el individuo funciona también, aunque en planos más complejos, en lograr cambios profundos en un país. Una nación corrupta puede convertirse en una honesta si se aboca con disciplina, decisión y perseverancia a lograrlo. 

Hacerlo requiere el tipo de esfuerzo constante de un número crucialmente alto de personas convencidas de que vale, y mucho, la pena acometerlo. 
Lo primero es definir con la mayor precisión posible, el punto de inicio. ¿Cuán corrupto es un país; cómo se compara con otros? ¿Hay forma de medirlo con razonable objetividad?
La hay. Existen por lo menos dos rankings mundiales de corrupción que, aunque usen metodologías diferentes, arriban a resultados muy parecidos entre sí.

El primero, y quizá el más conocido, es el “índice anual de percepción de corrupción” que elabora Transparency International. Como lo indica su nombre, el índice refleja la percepción de corrupción en un país dado, medida por encuestas de opinión y opiniones expertas. El ranking comprende cerca de 180 países en la escala que va de un límpido 100 hasta un corruptísimo.

Otro índice prestigioso es el Global Corruption Index, que utiliza cuatro indicadores básicos para medir la corrupción:
  • La ratificación de convenciones fundamentales (OECD, NNUU);
  • La percepción de corrupción pública (el índice de Transparencia Internacional, datos del Banco Mundial, etc.);
  • La experiencia reportada de corrupción (Datos del Banco Mundial y del World Justice Project Organization);
  • Características específicas de corrupción en cada país.
Aparte de esos cuatro factores, se incorporan indicadores sobre crímenes de “cuello blanco” medidos por instituciones internacionales como el ‘Basel Institute on Governance’ o el ‘The Economist Intelligence Unit’. Cada uno de los diversos indicadores tiene un peso porcentual específico en la fórmula que arroja la mayor o menor corrupción relativa de un país dado en un índice global de casi 200 naciones.
¿Cuánto coinciden y difieren entre sí esos dos índices? 
Vean, a continuación, el gráfico simplificado de los índices de Transparencia Internacional y de Corrupción Global. Lado a lado se encuentran, arriba, las 10 naciones más limpias del mundo; y, abajo, las 10 más corruptas. Aparte de las listas, está la posición del Perú en ambos índices.


Como ven, ambos índices coinciden en 8 de los 10 países considerados más limpios en el mundo. Y coinciden también en 7 de los 10 países definidos como los más corruptos.

En los dos índices, Perú se encuentra hacia la mitad de la tabla: ligeramente por debajo de la mitad en el de Transparencia y ligeramente por encima en el Índice Global de Corrupción. Las diferencias no son sustanciales, con tendencias positivas que pugnan con las negativas y arrojan un resultado mediocre. La única conclusión optimista proviene, si acaso, del diagnóstico de que si bien la corrupción es importante en este país, la lucha contra ella será mucho menos compleja que en, digamos, Libia o Turkmenistán.

Con esa visión diagnóstica, podemos buscar responder ahora a la pregunta de cuánto vale la pena luchar contra la corrupción. 

¿Vale la pena? Hemos escuchado, por ejemplo, a algunos notorios empresarios sostener que la investigación del caso Lava Jato dañaba la economía del país. 

El siguiente gráfico simplificado los contradice. Se trata del índice global de desarrollo humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Igual que en el gráfico anterior, figuran los 10 países mejores y los 10 peores en cuanto a desarrollo humano. Aparte está la ubicación del Perú en el mismo índice:


El concepto de ‘desarrollo humano’ es complejo y sujeto al efecto de diferentes variables. En términos generales, no solo mide el ingreso per cápita de la población sino también factores como niveles de educación, salud pública, esperanza de vida, distribución del ingreso, entre otros. 

Seis de los países en el tope de desarrollo humano figuran también en los 10 mejores en los índices de mayor limpieza y menor corrupción de Transparencia o el GCI. Los otros tres están entre los 20 primeros, a excepción de Hong Kong, particularmente difícil de medir.

Un número menor de países con el peor desarrollo humano está también en el fondo del sótano de la corrupción, pero casi todos se encuentran entre los 15 o 20 peores. 

¿Hay una correlación entre la calidad de una democracia y los niveles de limpieza en una sociedad? Veamos el índice de 2018 de las mejores y peores democracias del mundo elaborada por la unidad de inteligencia de The Economist:


Ocho de las 10 mejores democracias en el mundo figuran en los índices de las 10 naciones más limpias; y las otras dos se encuentran muy cerca del tope. 

A la vez, seis de las diez peores naciones en cuanto a gobierno democrático en el mundo están también en la lista de las más corruptas. Y las otras se ubican también muy cerca del fondo de esos índices. 

El Perú está, como en los otros rankings, en la parte mediocre de la tabla aunque comparativamente mejor situado que en otros índices, por el peso positivo de las libertades políticas en el resultado final.

En la siguiente entrega mostraré otros índices que correlacionan la ausencia de corrupción con el crecimiento de la sociedad y el nivel y calidad de vida de sus ciudadanos. Y, no menos importante, el efecto de reformas inteligentes en el dramático cambio positivo de indicadores que suelen considerarse como muy difíciles de modificar. 

Por lo pronto, creo que queda claro que hay una correlación estrecha entre la disminución de los niveles de corrupción con la calidad de la democracia y la mejoría del desarrollo humano de una nación. Así que la lucha contra la corrupción no es solo un imperativo moral sino una palanca decisiva para el robustecimiento democrático y el desarrollo de una sociedad. También, para quienes ven las cosas en esos términos, es una magnífica inversión.

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