EN MEMORIA DE ELIA ZACONETTI CASTELL, UNA ILUSTRE TARAPAQUEÑA
ESCRIBE; JORGE MANCO ZACONETTI (Investigador UNMSM)
Mi madre se llamaba Elia Margarita Zaconetti Castell nacida realmente el 3 de febrero de 1918, sin embargo en el registro de los peruanos nacidos en el exterior del ministerio de Relaciones Exteriores aparece oficialmente como Elia Zaconetti Castel nacida en Zapiga, Tarapacá el 3 de mayo de ese mismo año. Estaba por cumplir los 96 años cuando el 18 de enero del 2014 falleció después de una agonía de más de 50 días. Mujer de carácter asumió la muerte con dignidad, para ella este artículo dedicado a su memoria.
En su vida se resume las peripecias, penurias, angustias esa microhistoria de miles de familias de peruanos que fueron expulsados de las provincias cautivas de Tarapacá y Arica, territorio usurpado por el derecho de conquista por el vecino del sur. De niña pudo ser consciente de los abusos de la gendarmería en el proceso de chilenización de las provincias citadas incluida Tacna que recién regresa al territorio patrio en agosto de 1929 con la firma del tratado definitivo de límites. En resumen, la historia de mi familia materna es la historia de los denominados “repatriados” durante el Oncenio de Leguía.
Sus padres de origen arequipeño se llamaban Remigio Zaconetta Cárdenas y María Castell Rivera de la Punta de Bombón y Cocachacra respectivamente, ubicados en el valle del Tambo; ambos muy jóvenes como muchos peruanos ante el boom de los precios del salitre fueron a trabajar en las calicheras de Tarapacá. La historia de los trabajadores salitreros de origen boliviano, peruano y chileno es una larga jornada de lucha por la conquista de mayores derechos y salarios ante la explotación de capitales ingleses y chilenos.
La célebre Cantata de Santa María de Iquique es un homenaje a las luchas de los asalariados que no conocen fronteras donde cientos de trabajadores del salitre a inicios de siglo fueron masacrados por las tropas chilenas; ello nos expone la importancia que tenía dicha explotación de un insumo básico para la fabricación de explosivos hasta antes de la Primera Guerra Mundial, pues luego viene una larga decadencia de la actividad salitrera ante el descubrimiento del salitre sintético llevado a cabo por los científicos alemanes.
En verdad, toda mi familia materna se apellida Zaconetta pero a mi madre la única de sus hermanos Clotilde, Alberto, Dora, Héctor, Eduardo, por cuestiones de la ocupación, le cambiaron la última vocal en su apellido y término siendo Zaconetti, como que también la registraron como nacida el 3 de mayo a pesar de haber venido al mundo el 3 de febrero de 1918.
Todas estas peripecias se explican por las serias dificultades que tenían las familias peruanas para inscribir a sus hijos como peruanos, por las presiones, abusos y obligaciones de parte de las autoridades chilenas para que los mismos fuesen registrados como ciudadanos chilenos. Era una política concertada desde el palacio de la Moneda para chilenizar a la fuerza a la población de Tarapacá, Arica, Tacna e incluida la provincia Mariscal Nieto de Moquegua.
De manera escondida el peruano que sabía leer y escribir “por lo bajo” registraba a los recién nacidos de familias peruanas y se tomaba su tiempo para viajar hacia Arica para registrarlos en el consulado de nuestro país. Como mi familia era de origen proletario y sin fortuna, que mi madre se apellide Zaconetti en lugar de Zaconetta ante las dificultades de la ocupación no tenía mayor relevancia. ¡En todo caso es el “origen italiano” de mi apellido!
En ese contexto debo reconocer la valentía y coraje de mis abuelos maternos como muchas familias que mantuvieron para sus hijos la ciudadanía peruana ante las invitaciones y ofrecimientos de las autoridades chilenas. La seducción consistía en ofrecer empleos con buenos salarios, la seguridad social a los trabajadores que constituye un derecho ganado desde 1912, casa y educación con profesores ingleses para los hijos de los trabajadores peruanos, siempre y cuando sean inscritos como chilenos.
Mis abuelos se negaron a dichos ofrecimientos y galanterías luchando por el esperado plebiscito que tendría que definir el futuro de Tacna y Arica, y ante los abusos, maltratos, vejaciones que sufrían los peruanos y ante las promesas del gobierno de Augusto B. Leguía, mi familia decidió dejar todo en Zapiga/ Tarapacá y venir por barco al Perú, con una “mano adelante y otra atrás” hacia 1924 según testimonio de mí abuela.
EL RETORNO AL SUELO PATRIO
Para las familias de los mal llamados “repatriados” que habían defendido la soberanía nacional y los derechos del Perú en el territorio ocupado, dejándolo todo, significó conocer la miseria y el maltrato de parte de las autoridades y plebe limeña.
Los ofrecimientos de seguridad económica otorgados por el gobierno del presidente Leguía fueron incumplidos y prácticamente las miles de familias tuvieron que resolver sus problemas domésticos aisladamente; depositados como refugiados en las Plazas Italia y Santa Catalina en carpas de la Cruz Roja. Allí eran agredidos por el populacho, siendo tildados de chilenos por el sonoro “hablar nortino”, por el dejo del tarapaqueño.
Recuerdo de niño ver a mi abuela llorando desilusionada por el maltrato, el desinterés limeño hacia las familias tarapaqueñas que habiendo sido expulsados de su tierra con agresivos insultos como “fuera peruano de mierda”, en Lima también eran agredidos con lemas de “fuera chilenos de mierda”. Por ello, fue una decepción para cientos de familias que habiendo defendido los intereses del Perú fueran ofendidos y humillados en su propio país.
Este desamparo social y económico de la familia se cobró como primera víctima a mi abuelo que relativamente joven falleció dejando a mi abuela materna con seis hijos pequeños en la mayor pobreza en un país extraño que vivía los últimos años del Oncenio de Leguía y de la llamada República Aristocrática.
Sin embargo, mi abuela con la fuerza de las mujeres del desierto sacó a sus hijos adelante, teniendo que trabajar desde muy jóvenes para poder “parar la olla”. Haciendas de Lurín, de Carabayllo fueron testigos de los múltiples oficios que tenía que hacer mi familia, hasta terminar en la Plaza de Acho a cargo de la guardianía.
Gracias a las recomendaciones de un administrador de la plaza de origen tarapaqueño mi abuela y sus pequeños hijos terminaron trabajando como guardianes de la plaza con las obligaciones de la limpieza, cuidado de los toros bravos que eran recibidos de madrugada guiados por las vacas madrinas.
De allí la afición taurina de mi familia materna en especial de mis tíos Alberto y Eduardo que incluso incursionaron como novilleros en un grupo de jóvenes provenientes del Rímac destacando el amigo y compadre de mi madre Elia, Adolfo Rojas el “Nene” que para los entendidos en tauromaquia sería el mejor y mayor torero del Perú además de valiente.
Por ello, puedo decir con cierto orgullo que los orígenes de mi familia y en especial de mi madre, corresponden a la gente de pueblo, que en la década de los años treinta, años difíciles, de pobreza y dictaduras tuvo que sobrevivir. Sin embargo, los pobres con los míseros salarios comían carne, tomaban leche y se alimentaban con bonito que era el pescado popular.
La infancia y su primera juventud de mi señora madre transitó entre el Rímac y los Barrios Altos, barrios por excelencia criollos, estudiando en colegios fiscales y privados como becaria con la responsabilidad de mantener el primer puesto. Su inteligencia, esfuerzo, ambición, vocación de logro y sobre todo su interés por el estudio hicieron de mi madre la única profesional de todos sus hermanos, a pesar que como ella me dijera: a veces no tenía ni para comer.
Con disciplina y un gran esfuerzo personal en los años cuarenta ingresó a la escuela de Medicina de la Universidad Nacional de San Marcos en la especialidad de obstetricia, siendo su segunda casa la reconocida Maternidad de Lima donde trabajó por más de 37 años consecutivos, sin faltar un solo día ni acumulación de tardanzas según su limpia hoja de servicios.
Ejemplo de profesional con un selecto grupo de obstetrices de la Maternidad llegó a formar parte de las reconocidas matronas que por su experiencia y capacidad llegaron a ejercer una docencia para los jóvenes médicos y obstetrices que practicaban en dicho nosocomio. Incluso recuerdo de niño haber celebrado más de una navidad en dicho recinto acompañado de mi padre, Alejandro Elías Manco Campos y mis hermanos mayores Alejandro Mario y Alfredo Elías.
En su estadística mi madre estimaba que habría traído al mundo cerca de 40 mil infantes y tenía una serie de anécdotas cada una más sabrosa que otra. En los Barrios Altos era requerida por sus servicios profesionales siendo muy querida; es más los niños de la “Huerta Pérdida” barrio de bravos, la conocían como la cigüeña por su uniforme de blanco, y por traer niños al mundo, allí recorría sus afiladas calles en altas horas de la noche, y nadie se metía con ella por respeto.
Ella contaba que había atendido en servicio de parto a una de las mujeres del famoso ladrón conocido como Tatán, amigo de lo ajeno del barrio de las Carrozas que está a las espaldas del jirón Maynas cuadra tres donde yo nací y viví los primeros quince años de mi existencia. En el barrio de Mercedarias, Amazonas, Centro Escolar, Cinco Esquinas, Maravillas era muy conocida y querida. Prácticamente mi madre tenía un salvoconducto otorgado por los reconocidos jefes de banda por los servicios que brindaba mi madre a las parturientas de Barrios Altos.
Como hijo siempre me he preguntado como mi padre descendiente de pequeños propietarios rurales del valle de Mala/Cañete pudo conquistar a mi madre siendo tan diferentes. Como intelectual mi padre fue un reconocido abogado y maestro, afanado lector y escritor, es más la mejor herencia que tuve de él fue su biblioteca. Por el contrario, mi madre era una mujer dinámica, de trabajo que cumplía sus actividades como madre, en la cocina, trabajaba en la maternidad y ejercía su profesión de manera independiente. ¿Cómo lo hacía?
Tal vez la fórmula que resumía esta unidad de personas tan diferentes se resumía en la expresión de mi padre que como abogado y juez sentenciaba: “En mi casa mando yo, pero se hace lo que dice mi mujer”
En verdad, resumir en unas páginas los casi 96 años que vivió mi madre es difícil. Muchas cuestiones se quedan en el tintero como su experiencia sindical en defensa de los intereses de las obstetrices que llevaron a la formación del sindicato de la Maternidad de Lima y luego al colegio profesional de obstetricia. Sus años de docente universitaria en la UNMSM en la facultad de su especialidad preocupada por trasmitir su vasta experiencia a las jóvenes. Ya jubilada se levantaba muy de madrugada para la preparación de sus clases con el entusiasmo y devoción de maestra. ¡Para mí era todo un ejemplo!
En ese sentido tuvo particular importancia para ella cuando había cumplido más de ochenta años su visita al Instituto Tarapacá ubicado en la urbanización entre las avenidas Colonial y Faucett en el Callao, urbanización que fuera entregada tardíamente en los años cincuenta por el general Odría a los hijos de los tarapaqueños.
Allí en ese recinto pudo conocer a otros descendientes que habían experimentado similares vivencias con las familias de los llamados “repatriados”. Todavía recuerdo en mis retinas su grito de orgullo salido de las entrañas añorando la identidad perdida: ¡Viva Tarapacá carajo!
Escribo estas páginas con un profundo amor hacia mi madre recordando lo difícil y exitosa que fue su vida, como la de muchos peruanos emergentes y provincianos. Un ejemplo de mujer, de madre y profesional. Por ello mi familia, en su memoria ha organizado en el distrito de Mala/Cañete en la Iglesia mayor de la localidad una misa en su honor al año de su partida el sábado 17 de enero a las 11 am. Enterrada junto a mi padre en el cementerio del pueblo, descansa en paz una mujer ejemplar.
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