La reportera y
escritora mexicana recibirá este viernes el premio Princesa de Asturias de
Comunicación y Humanidades
A pocas calles de la casa donde vivió durante
años, frente al Parque México de la colonia Condesa, Alma Guillermoprieto (Ciudad de México, 1949) disecciona un
plato de enchiladas con la misma precisión con la que escribe desde hace 40
años. Es su desayuno este viernes soleado de septiembre, días antes de que
viaje a España, donde el próximo 19 de octubre recibirá el premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades. El
jurado destacó su “profundo conocimiento de la compleja realidad de
Iberoamérica” y su escritura "clara, rotunda y comprometida, que
representa los mejores valores del periodismo en la sociedad
contemporánea".
Guillermo Prieto, que recibió en 2017 el Ortega y Gasset a su trayectoria, ha desarrollado la
mayor parte de su carrera en medios anglosajones como The New Yorker, The New York
Review of Books, The Guardian o The Washington Post y sus crónicas han quedado
plasmadas en libros como Al pie de un volcán te escribo o Desde el país de nunca jamás. Exbailarina,
dejó la danza y comenzó a escribir en Nicaragua, en la época en que encandilaba
la revolución sandinista, hoy distorsionada y a donde quiere regresar cuando
las altas temperaturas den una tregua. Esta reportera –prefiere considerarse
así, no periodista- confiesa que si con algo no puede es con el trabajo de
oficina y con las sesiones de fotos, por lo que ruega no someterse a una para
esta entrevista.
Pregunta. ¿Qué le sirvió de la danza a la hora de
escribir?
Respuesta. Me pasé años diciendo que nada, que no
había ninguna compatibilidad y eso me permitió realmente dejar atrás la danza.
Nada te ocupa tan intensamente, pero el periodismo exige mucho. Me gustó que
fuera casi tan exigente como la danza. Me gusta sentir que estoy haciendo algo
que nunca he hecho, y en el periodismo, nunca es parecido un día a otro. La
danza es la disciplina más exigente que existe. El esfuerzo puramente físico
que he requerido, creo que me lo dejó la danza, porque mira que le he caminado
a esta disciplina.
P. ¿El
periodismo se hace caminando?
R. Sí, a pie. Si no, no has hecho nada.
Caminando y dándole el tiempo que se necesita. Yo he tenido el lujo de poder
ser freelance y
escribir en la época próspera de los medios. De poderle dedicar un mes a una
nota o un año a mi primer libro.
P. Los medios han cambiado mucho. ¿Se
siente alejada del periodismo que se hace ahora?
R. Me siento alejada, pero no
necesariamente por esa razón, sino porque soy una persona que lleva cuarenta
años en esto. En determinado momento ganarse la vida como reportera fue tan
imposible como para cualquiera. Pasé años dando clases, sin dejar de reportear
nunca. Creo que ya estamos al final de ese ciclo y si algo tengo claro es que
el periodismo es indispensable. Como es indispensable y un oficio enamorador,
surgirán nuevos medios. De hecho, están surgiendo. No sé si en todo el mundo,
pero se ha vuelto como chic para los multimillonarios tener un medio. Bueno, se
agradece esa pasión por estar a la moda.
P. Hace poco la escuché decir que el
periodismo es para los jóvenes. ¿Por qué?
R. Porque se requiere una cantidad de
energía como en pocos oficios. Y porque es necesario sorprenderse cada vez. En
mi caso, me resulta cada vez más difícil porque ves mucho mundo.
P. ¿Ya no se sorprende?
R. Cuando me sorprendo trato de hacer una
historia.
P. ¿El asombro tiene límites?
R. Yo creo que hay dos cosas que no se
pueden cultivar: la curiosidad y la capacidad para redactar. O tienes en el
cerebro el chip sintáctico o no te lo podemos todavía insertar.
P. Con 13 años tenía ya una amplia
correspondencia. ¿A quién escribía, qué contaba?
R. A mí también
me gustaría saberlo, porque tengo las cartas que me enviaban, pero no las que
yo envíe. Escribía a mis compañeros de danza, a artistas, pintores,
compositores que conocía. Era una niña muy precoz. Siempre me sentí fea,
antipática, rechazada, pero mirando hacia atrás esa correspondencia, digo:
“Mmmm, no”.
P. ¿El cuaderno
le liberaba?
P. ¿El
periodismo necesita más cuadernos y menos egos?
R. Sí, pero yo
siempre tengo fe. Yo no me considero periodista, me considero reportera. Esos
son mis colegas, los que salen con el cuaderno al mundo. Los periodistas son
los que hacen columnas, los editores son periodistas… No lo digo con desprecio
en absoluto, sino que los reporteros somos otra cosa.
P. Empezó a
reportear en Nicaragua hace cuarenta años. ¿Qué le sedujo?
R. Me sedujo
irresistiblemente la posibilidad de ser optimista. Yo había salido de mi
experiencia como profesora de danza en Cuba, totalmente revolucionaria, el puño
en alto…Para la gente de mi generación con esa fe revolucionaria, el golpe en
Chile fue realmente traumático. Nicaragua retomó la posibilidad del optimismo.
Ese fue el imán que me llevó allí.
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R. Sería como
septiembre de 1979.
P. Estuvo un
año escribiendo sin ser consciente de que la leían.
R. Para mí la
ecuación no pasaba por los lectores. La ecuación era tener la oportunidad de
ver y de vivir esa experiencia y escribir lo mejor que podía. Casi como un
proceso metabólico, ver y escribir. Luego estaba todo ese ritual extraño de que
te llamaran a las cinco o las seis de la mañana para pedirte la nota y dictarla
o ir a buscar un teletipo medio clandestino que tenía Efe. Yo no tenía la
dimensión de los lectores. Para mí fue un tema ético descubrir que del otro
lado de la ecuación no estaban ni siquiera las víctimas y mucho menos los
guerrilleros sandinistas, que a quien a mí me tocaba serle fiel era a los
lectores, porque finalmente eran ellos quienes estaban pagando.
P. ¿Cómo se dio
cuenta?
R. Los editores
de The Guardian me invitaron a Londres, querían
conocerme. Había estado en la primera plana del periódico durante un año. E
hice el ridículo. Yo era una persona de ingresos muy modestos. Entonces, llegué
con mi ropa de guerra porque no tenía otra, no por hacer el show. El almuerzo
era en el salón privado del director, no sabía ni qué cubierto había que usar,
estaba totalmente cohibida. Pensaba que The Guardian era
un pasquín delirante de izquierda y dije algo como que “lo bueno es que uno
puede apoyar sin tapujos las buenas causas o las causas revolucionarias”, algo
así. Entonces, el editor, casi se traga del susto la cuchara del cóctel. Me
acuerdo perfectamente del menú, era un coctel de gajos de toronja, con
aguacate, con almendras, gigante. Se me hacía lo más sofisticado. Después, en
uno de esos camiones [autobuses] de dos pisos de Londres, una viejita se sentó
a mi lado en el segundo piso y me empezó a preguntar que quién era, de dónde
venía, qué hacía. “Ah, ¿escribes para The Guardian?, ‘ah,
¿desde dónde?’, ‘desde Nicaragua’, ‘¿cómo te llamas?’, ‘me llamó tal’, y ella
me reconoce y me cuenta la emoción con la que me ha estado leyendo y me habla
de esos muchachos sandinistas tan valientes… Yo me doy cuenta de que ella ve
Nicaragua por mis ojos. Eso me lleva a entender la enorme responsabilidad ética
que yo tengo. Si ella ve por mis ojos, yo no la puedo traicionar.
P. ¿Qué
diferencia al periodismo en español del anglosajón?
R. Diría que lo
que más asombra a mis colegas latinoamericanos, lo que los deja con la boca
abierta, es la tradición del fact checking.
Incluso, la ofensa que puede causar. En mi primer taller tuve tres reporteros
que son ahora figuras de autoridad en el periodismo, sobre todo colombiano, que
se negaron rotundamente a que yo les revisara línea por línea sus textos porque
eso era humillante. Sentían que lo que escribían era intocable.
P. Usted
también tuvo roces con editores, sobre todo cuando trabajó en The Washington Post.
R. Fue un
choque cultural porque The Guardian se
parecía más al modelo latinoamericano. Esta idea del Washington Post de que tú podías ser muy
importante como reportera de Centroamérica y haber creado muchas primeras
planas, pero que llegabas al Post y te
tocaba reportear algo local, a mí me escandalizó. En parte porque yo pensaba:
"Yo soy más importante que eso". Seguramente podría haber aprendido
más de la experiencia si no me hubiera parecido tan humillante, pero me pareció
humillante.
P. ¿Se
arrepiente de ello?
R. Creo que es
la primera vez que lo estoy pensando. Me acuerdo que cuando salí del Mozote, en
El Salvador y regresé a Tegucigalpa, iba muy enferma, muy lastimada de una
pierna, muy agotada, con fiebre y no habían publicado el texto que había
mandando. Había convencido a la guerrilla de que mandaran un correo especial
porque yo sabía que el New York Times me
estaba ganando la nota y que una vez que el Times publicara,
el Post no lo iba a hacer. Llegué a Tegucigalpa y
cuando hablé al periódico, se puso al teléfono el editor de Internacional y me
interrogó durante 40 minutos, línea por línea sobre mi texto. Me sentí
ofendida, enojada, humillada, furiosa de que me hubieran hecho pasar por eso.
Anoche pensé por primera vez: ‘Pues claro, claro que no iban a publicar una
nota explosiva, iban a cuestionar el poder del gobierno y tenían que estar
seguros de lo que yo decía’. Obviamente hoy haría yo lo mismo, pero en ese
momento yo era una novata.
P. ¿Le ayudó
escribir para medios extranjeros?
R. Sí, me ayudó
a tomar distancia y la distancia es necesaria. Sí, fue una gran ayuda y creo yo
que si hoy en día me leen en español es porque, como tanto se dice, el pasado
es otro país. Yo no he sido solo traductora de América Latina hacia Estados
Unidos, sino que también hoy día soy traductora del pasado para los lectores de
hoy.
P. ¿Qué es
clave para usted a la hora de reportear?
R. Pues, suena
muy mamón, pero yo trato de convertirme en antena. No es que trate de mirar con
cuidado o escuchar con cuidado. Trato de convertirme como en un aparato de
captación. Mi gran peligro es que soy muy empática. Creo que los entrevistados
más sagaces, digamos, lo captan perfectamente y se aprovechan de eso. Cuando he
cometido errores ha sido por eso. Yo soy una gran manipuladora como
entrevistadora, pero creo que también los entrevistados saben manipular.
P. Viendo la
situación de Nicaragua, donde empezó a reportear; de su país, México o de
Colombia, donde vive y donde el proceso de paz parece que naufraga. ¿Está
condenada América Latina a vivir en un déjà vu constante
de violencia?
R. Detesto la
palabra condenado porque me parece que eso implica una precondición genética o
psicológica. Tengo miedo de que no seamos capaces de desarrollar con la
velocidad suficiente las instituciones y las innovaciones científicas y
tecnológicas que nos permitan construir un futuro más equitativo y amable.
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