El
penúltimo año de Humala confirmó la extinción de la política como
característica general de las últimas décadas, asociada ahora –para no
desacostumbrarnos- a una rápida desaceleración del crecimiento económico y la
multiplicación de los conflictos sociales. Podrá decirse que estas dos últimas
cuestiones no tendrían que presentarse como problemas sino como datos de la
realidad que las políticas gubernamentales deberían procesar.
En
efecto, no son el problema. Lo es un gobierno que finalmente no mostró aptitud
alguna para conducirlos -la economía y los conflictos sociales- si no a buen
puerto, al menos a refugios temporales que permitan asegurar el menor daño
posible. Simplemente, hace tiempo agotó su capacidad de reacción.
Nada
corroboró de mejor manera esta situación, que el anodino Mensaje a la Nación
que ofreció el presidente Humala el 28 de julio, relevante por lo que se esperó
y no dijo pese a que muchos de estos temas eran sumamente delicados.
Así,
aunque no son pocos los que intentan ver la desaceleración de la economía como
algo explicable con la caída de los precios internacionales de los commodities,
esto no es totalmente cierto. Lo que debemos resolver es cómo vamos a
organizarnos y gestionar lo que tenemos para lograr el máximo provecho. Si
vemos las cosas de esta manera, percibiremos que estamos realmente en
dificultades.
Lo que podríamos hacer,
pero no lo haremos
En
el plano económico, ya no deberíamos tener al frente del MEF a ministros
tramitadores cuya función se redujo a ser los guardianes de la caja fuerte.
Desde meses atrás era imperativa la presencia de un verdadero conductor de la
política económica, con iniciativas y metas claras, además de concebir el buen
gasto como algo más que simplemente poner cinco llaves a los recursos
financieros. En otras palabras, necesitábamos alguien que tuviera un perfil
diametralmente opuesto al actual ministro de Economía.
Pero,
no es todo. Seguramente, lo más importante debió ser la manera como el gobierno
gestionaría una serie de conflictos sociales de alta intensidad que hacia
inicios del presente año ya se vislumbraban nítidamente en el horizonte. Una
cuestión a tomar en cuenta era que esas protestas sociales anunciaban una
mutación hacia expresiones más organizadas a las vistas en el pasado. Además,
han estado muy teñidas de sentido político en tanto ingresamos al ciclo
electoral que culminará con las elecciones generales de abril del próximo año.
Un
tercer aspecto que debió considerarse fue la poca capacidad que tiene el
aparato estatal para procesar estas situaciones. Desde las épocas en que los
primeros ministros debían abordar un avión para iniciar un periplo por todo el
país, apagando los conflictos que habían devenido en violentos, debió haber
corrido mucha agua debajo del puente, pero parece que no ha sido así.
Desde
el 2012, se buscó construir un sistema dentro del aparato estatal que debía
darle mayor presencia y legitimidad en base a un tratamiento radicalmente
diferente al que venía dándose a la gestión de los conflictos. Hubo indudables
avances que muy probablemente se pierdan por la extrema debilidad de un
gobierno que parece estar terminando su mandato en estado catatónico.
Nada
ejemplificó mejor lo que aseveramos que Tía María. Seguramente, dicho proyecto
minero anunciaba con mucha más claridad que otros los conflictos que se habían
anidado en su entorno, demostrando la incapacidad que tenemos Estado, empresas
y sociedad para aprender de lo vivido, apenas los últimos años. Más allá de la
historia puntual del enfrentamiento de los meses recientes, Tía María fue
ocasión para seguir acumulando muertos y violencia, en un escenario en el que
se evidenció el virtual naufragio de la institucionalidad, la crisis de
representación que no es sólo política sino también social, la corrupción que
alcanza a las empresas y a las organizaciones sociales, la protesta cada vez
más turbulenta y sin control y la perplejidad de un gobierno que tras transitar
de las promesas de la gran transformación al compromiso de la hoja de ruta, hoy
simplemente ha perdido la brújula y busca sobrevivir hasta el término de su
mandato, en medio de su propia incertidumbre.
En
suma, Tía María, una vez más, mostró la derrota de la política, presentando un
gobierno que desesperadamente buscó deshacerse de su responsabilidad,
pretendiendo, por un lado, que la empresa –a la que apoyaron decididamente–
resuelva en 60 días lo que el Estado y ella no pudieron resolver en seis años,
mientras simultáneamente, por el otro, descalificaban a la población,
acusándolos de terroristas antimineros, persiguiéndolos judicialmente, buscando
un chivo expiatorio, y haciéndolos parte de los responsables de una
conspiración que impide el crecimiento económico del país.
Tía María fue ocasión para seguir
acumulando muertos y violencia, en un escenario en el que se evidenció el
virtual naufragio de la institucionalidad, la crisis de representación que no
es sólo política sino también social
Las continuidades
Además
de Humala, hay otros actores. Ahí tenemos las cantadas candidaturas
presidenciales para el 2016 de Keiko Fujimori, Pedro Pablo Kuczynski y tal vez
Alan García y Alejandro Toledo, todas ellas expresiones de un pasado que no
pudimos superar y a las que se une aspirantes como el inefable exministro del
Interior, Daniel Urresti, cuyo único propósito visible pareciera ser evitar a
como dé lugar las consecuencias de las acusaciones por violaciones a los
derechos humanos que penden sobre él.
Pero,
no solo en el manejo económico y la gestión de conflictos se evidenciaron
graves peligros, dada las restringidas habilidades del gobierno para un manejo
adecuado en ambos casos. El Congreso interesa más, en términos prácticos, para
bosquejar los alcances del presupuesto 2016, de manera tal que permita a todos
aquellos que tienen expectativas de sobrevivencia política proceder a un manejo
y reorientación acorde a sus intereses específicos. En suma, no hay mayores
diferencias ideológicas entre los parlamentarios y la competencia entre ellos
toma forma en cuál es el populismo más ramplón y que tenga mayores
posibilidades de ser financiado con los recursos públicos, la manida fórmula
que se usa para asegurar la continuidad en sus curules. Dadas las cosas de esa
manera, no deja de ser triste cómo queremos remediar esta situación con
cuestiones formales que implican meras y vacías reformas en el reglamento
parlamentario.
La
crisis de los partidos y su visión nacional debe alarmar no solamente a sus
propios seguidores, sino a todos los que creemos en el sistema democrático y lo
patrocinamos. Esto es particularmente evidente entre quienes constituyen ese
tercio del electorado que normalmente se sitúa a la izquierda del espectro
político y que aparece tan fraccionado durante los últimos 25 años, para no
remontarnos más atrás, y marcado por condiciones sumamente “limeñas” de sus
cabezas o pequeños líderes.
Esto
lleva a una imperiosa necesidad de redefinición de cómo se entiende la
participación política, la representación social y la concertación de intereses
comunes de amplio giro, que lamentablemente no va a surgir desde dentro de los
partidos políticos que demostraron tener representación nacional hasta no hace
mucho y que han perdido vigencia. La organización y modernización de la
izquierda probablemente llegue desde fuera y no de la competencia desgastante
de pequeños grupos brindando un espectáculo poco alentador.
Ojos
que no ven
En
suma, en el Perú de Humala no existen los gobiernos regionales ni las
municipalidades. No hay conflictos sociales ni pueblos indígenas... tampoco los
pobres. En el país del Presidente no hay gravísimos problemas de inseguridad
ciudadana, no tenemos un severo fenómeno de El Niño advertido por todas las
estaciones metereológicas del mundo, ni soportamos fuertes impactos debido al
cambio climático.
Humala
supuso que no había nada que decir sobre las iniciativas del Ejecutivo,
transcurridos sesenta días de haber recibido facultades legislativas. Sumido en
su extraña manera de entender la política, no realizó ninguna convocatoria a
los partidos y organizaciones sociales luego de haber perdido el control del
Congreso el día anterior, a lo que debemos sumar una generalizada desaprobación
ciudadana. No consideró necesario mencionar algo sobre nuestra política
exterior, salvo una alusión tímida a la Alianza del Pacífico, atribuirse un
supuesto éxito en La Haya (sin reconocer méritos a gobiernos anteriores), pero
nada sobre lo que nos comprometen en el acuerdo Transpacífico (TPP) como camisa
de fuerza al modelo en curso.
Finalmente,
Humala nos habló con números de la educación y los programas sociales, en los
que hubo casi unanimidad respecto avances en esos rubros. Sin embargo, lo que
esconden esas cifras es el retroceso experimentado por el Perú en el Ranking de
Competitividad Mundial 2015, en donde estamos ubicados en el puesto 54 entre 61
países analizados, desandando cuatro posiciones desde la última evaluación.
En
resumen, el incremento de la competitividad local exige cambios estructurales
que impacte fundamentalmente en el sector educación y en la infraestructura en
servicios básicos y tecnológicos, a fin de dinamizar la productividad nacional.
Una pena que hayamos desperdiciado la oportunidad, cuando las vacas estaban
gordas.
En
otras palabras, el país imaginario del Presidente no resiste análisis alguno.
Pero, tampoco pasan la prueba las fantasías que buscan vender los voceros de
una derecha económica que no quiere ver el pobrísimo resultado que ha obtenido
el modelo neoliberal que promueve ciegamente, luego de 25 años de aplicación
ininterrumpida y con el gran viento a favor que fue el superciclo de precios de
los commodities.
Así,
las causas de la retracción económica actual no deberían ubicarse en las
limitaciones evidenciadas por uno de los gobernantes que buscaron no salirse de
la ortodoxia neoliberal, sino en esta última: el problema no es el mensajero,
sino el mensaje mismo. Se queja ahora nuestra derecha de lo pésima que fue la
fórmula de crecimiento a toda costa, para que el Estado reciba mayores
impuestos, con los cuales financiar programas sociales asistencialistas que, a
su vez, sostengan clientelas electorales. ¿Por qué achacar a Humala algo que
hicieron todos los gobernantes en los últimos 25 años? Obviamente, de ello no
íbamos a obtener ningún resultado sostenible, sólo satisfacciones efímeras. Así
es como está sucediendo.
Como
afirma José Matos Mar, al final del camino neoliberal vemos una “profunda
desintegración nacional (que) se expresa en la desarticulación física,
económica, social, política y cultural del país, cuya superación es el mayor
objetivo que cualquier gobierno tiene que proponerse”. Hace treinta años, esa
frase podía haber sido, palabras más palabras menos, el punto de partida y la
aspiración con los que mediríamos nuestra progresión. Transcurrido el tiempo,
fue el triste punto de llegada para un modelo que no pudo dar lo prometido.
Aquellos que crean que el gobierno de Humala fue “el quinquenio perdido”,
deberían sumar 20 años más y hablar del cuarto de siglo echado por la borda.
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