Por
Carlos Aznárez
El golpe de Estado ya ha sido consumado.
Brasil pasa a integrar junto con Honduras y Paraguay el listado de países donde
el Imperio probó con indudable éxito, como si fuera un gigantesco laboratorio,
la nueva fórmula destituyente de gobiernos neo-desarrollistas. Una
receta “moderada” según algunos analistas que no la viven en carne propia,
pero brutal, como es el capitalismo en su verdadera esencia, si se la mide
teniendo en cuenta el ejemplo argentino, donde en pocos meses decenas de miles
de personas perdieron su trabajo y las esperanzas de construir un futuro más o
menos estable. Una embestida que es regional en primera instancia y mundial si
se piensa en términos absolutos, ya que viene siendo trabajada desde hace
varios años, para recuperar el tiempo que les llevó a los estrategas de
Washington comprobar que lo que buscaron en Medio Oriente -destruyendo
un país tras otro- lo podían obtener más fácilmente en Latinoamérica.
Lo particular de estos
golpismos es que no admiten las más mínimas reformas, ya que cada uno de los
gobernantes destituídos fueron marcados a fuego sólo por el hecho de iniciar
emprendimientos que contemplaban políticas sociales dirigidas a los sectores
que el neoliberalismo de los 90 había arrojado a la exclusión pura y dura. Ni
siquiera, en los tres casos citados, se puede hablar de planteos
revolucionarios de peso, que incluyeran en lo interno nacionalizaciones del
comercio exterior o reforma agraria, por citar algunos ítems. Al
contrario, como ha quedado patéticamente expuesto en el caso brasileño, a
pesar de que Dilma Rousseff hiciera todo tipo de concesiones y generara
alianzas inadecuadas que derivaron en políticas de ajuste notoriamente
anti-populares, la poderosa burguesía paulista siguió atacando por todos los
flancos y fue desgastando día a día al gobierno del Partido de los Trabajadores.
A diferencia de la derecha
argentina que impuso a Mauricio Macri por las urnas, aunque con un muy ajustado
resultado, sus pares brasileños llegan al gobierno por la ventana y con
un “candidato” que además de ser ostensiblemente débil (como dice un
humorista brasileño:"si Michel Temer se presentara a elecciones dudaría de
votarlo, porque lo conoce, hasta su propia esposa") y con suficientes
antecedentes delictivos como para ingresar en la emblemática cárcel paulista de
Itaí y no en el Palacio de Planalto, como ahora le ha tocado en suerte. Sin
embargo, las posibilidades que imponen las cada vez más desacreditadas
democracias burguesas le permitirían a Temer intentar llevar adelante un plan
de medidas que se han venido elaborando en distintas usinas de la oposición a
Dilma. De hecho ya está anunciado el retorno de personajes que cohabitaron en
la estructura política del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, máximo
exponente del neoliberalismo “a la brasileña”, o los aportes en tecnócratas
y amigos del FMI y del Banco Mundial que llegarán de la mano del derechista
Aecio Neves.
En ese marco de
incorporaciones, quizás la que más ruido provoca es el retorno de Henrique
Meirelles, quien acompañara a Lula al frente del Banco Central entre el 2003 y
2011, cuando corrían tiempos de auge económico y no los actuales, donde la
novena economía del mundo hace aguas por donde se la mire. Meirelles, actual
ejecutivo de grandes empresas trasnacionales y hombre de confianza de sectores
del partido Republicano estadounidense, promoverá desde la cartera de Economía,
una política de más ajuste y endeudamiento como ya probara su colega Joaquim
Levy en la gestión Dilma.
Dulces por
la “victoria” obtenida, los partidos de derecha más ligados a instalar a
Brasil en la Alianza del Pacífico y emprender relaciones carnales con Estados
Unidos y Europa, tratarán de aprovechar el tiempo que va hasta fin de año para
evitar no sólo que Dilma vuelva (algo que a esta altura parece improbable) sino
que Lula da Silva, el único dirigente carismático de los sectores
populares pueda aspirar a vencer en futuras elecciones.
Sin embargo, la derecha
puede imaginar escenarios idílicos -desde su punto de vista- de
privatizaciones, despidos y devaluaciones encubiertas, pero hay un factor con
el que necesariamente tendrá que contar y que no es precisamente un
imponderable. Se trata de la inmensa resistencia popular que desde hace meses
viene ganando las calles de Brasil. Esos trabajadores y campesinos que no
tuvieron dudas de enfrentar las políticas de ajuste del ministro Levy ni las
provocadoras gestiones en defensa de los agronegocios de la ministra Katia
Abreu, ambos de la gestión que ahora ha sido destituída. Esos hombres y mujeres
que bloquean las carreteras, que están a pie de barricada, a los que se les
ilumina el rostro cuando se encuentran con sus pares gritando consignas
de “tierra, techo y trabajo”, o que marchan de un punto al otro
denunciando que el Brasil de los de abajo tiene años de estar esperando por
demandas incumplidas. Gente de pueblo que prefirió no ocupar cargos y
defender la autonomía de clase, precisamente para no sumergir las ideas
revolucionarias que poseen, en las cloacas burocracia y la politiquería.
Allí, precisamente allí
está el Brasil real, con los Sin Tierra y los Sin Techo, con
los metalúrgicos de ABC o los operarios de la Mercedes Benz, que estos
días gritaron para que lo escuche el mundo “Nao vai ter golpe”. En esas
andaduras está la savia que alimentará la resistencia que a partir de este
fatídico 12 de mayo, deberá intentar que Temer y sus secuaces se den cuenta que
cualquier gobernabilidad que trate de llevar a cabo será imposible.
Los pobres de Brasil saben
que si no se mueven con fuerza se impondrá el gobierno de los ricos. Por eso lo
proclaman en sus asambleas: ya no es tiempo de conciliábulos sino de acción, de
paro general, de rutas y calles cortadas por multitudes, de desobediencia civil
en todos los órdenes, de sabotaje a quienes intenten vulnerar conquistas
obtenidas, de armar frentes de rechazo a empresarios voraces, de denuncia
constante al terrorismo mediático practicado por la Red O’Globo y otras
similares.
Esas rebeldías de las que
indudablemente el pueblo brasileño está nutrido, son los elementos básicos para
que el golpe producido no funcione. Ahora "es tiempo de guerra”
cantaba Chico Buarque hace años, y no de mansedumbre complaciente. Ya habrá
espacio para pensar en elecciones anticipadas o potenciar la candidatura de
Lula, hoy lo más importante se juega en las calles, que es a lo más le teme la
burguesía. El resto, para que esa resistencia no quede aislada, será obra
de la solidaridad internacional de todos los pueblos que quieren que Brasil le
tuerza el brazo al Imperio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario