sábado, 7 de septiembre de 2013

Tierra de nadies


 

Un cerro estigmatizado. Territorio liberado de cogoteros y escondrijo de avezados delincuentes, guarida de los malhechores que vivían de La Parada. Desde hace muchos años las personas que habitan en las alturas de la gran Lima llevan sobre sus hombros la fama de provenir de un lugar marcado. En más de 50 años, ésta es la segunda vez que la Policía interviene el asentamiento humano Cerro El Pino para diseñar un plan de seguridad ciudadana. El primero fracasó estrepitosamente.

El mirador es una terraza de tierra en la punta del cerro. Al frente se ve el Cerro San Pedro, que parece su mellizo, La Parada y el Mercado Mayorista de frutas. Una señora comenta que la vista es muy bonita, y la ubicación, inmejorable. Esto es una verdad indiscutible para los 20 mil provincianos que llegaron a ese lugar en los años 60, pero que “no la hicieron”. La mayoría vende fruta en los alrededores de La Parada, son estibadores, fabricantes de javas o vendedores minoristas. Otro centro de labores está en San Jacinto, aquel gran emporio comercial de las autopartes de la capital (o de los autos por partes). La gran mayoría de piezas son robadas y se guardan en algunas viviendas de El Pino que sirven como almacenes.

El oficio de muchos jóvenes ‘pineños’ es el de chofer de moto-taxi, único transporte que permite adentrarse por los recovecos del cerro, y protagonista de tantos viajes sin retorno. La gran mayoría de mototaxistas es informal. Los vecinos de El Pino no recomiendan subirse en ellos.

La lucha de clases en el Cerro

La pobreza es uno de sus signos distintivos. El ‘emprendedurismo’ que caracteriza a la Lima de los últimos años, cuya expresión la podemos ver en el Parque Industrial de Villa El Salvador, en el Mega Plaza de Los Olivos, en la ciudad del mueble en San Juan de Lurigancho, no se asoma en el que fue uno de los primeros hospedajes de las olas migratorias a la capital, a mediados del siglo pasado.

La mayoría de los niños de El Pino asisten a alguna de las dos escuelas estatales del barrio. Una de ellas es el centro educativo Monseñor Damaso Lebergere, que encabezó a principios de año el ranking de colegios con déficit de infraestructura. Las carpetas rotas que son rechazadas en los colegios emblemáticos van a parar a sus aulas. Luego de la Secundaria son muy pocos los alumnos que emprenden una carrera profesional o técnica.

Se puede determinar la condición social de los habitantes de El Pino simplemente haciendo un paneo de abajo hacia arriba. En la falda del Cerro habitan aquellas familias con mayores recursos; incluso existen algunos negocios de metal fundido en los que se fabrican parrillas y campanas de cocina industriales. La capacidad económica va decreciendo conforme se asciende, hasta llegar a la punta, un lugar paupérrimo en el cual hay familias que cocinan con leña y periódicos.

Si bien la gran mayoría tiene acceso a agua, desagüe y luz eléctrica, esto no alcanza para los que viven en las partes más altas, quienes pagan por la luz mucho más de lo que se paga en los distritos más caros de la capital. Este cobro no lo realiza ninguna de las empresas eléctricas, sino los vecinos de abajo que alquilan el servicio.

“Ésta es considerada zona de riesgo; por eso no tenemos título y no hay postes de luz. Tenemos que estar alquilando a las personas que tienen cajas de luz y nos cobran 130 soles al mes por eso. ¿Qué podemos hacer si la necesitamos?”, se queja la ayacuchana Dilma Pimentel, quien ha pasado 30 años en el Cerro. Hasta hace poco se dedicaba a moler el ají panca que compraba en el mercado mayorista. Ahora no hay mercado y tampoco salud. Desde que le detectaron artritis no puede trabajar y vive a expensas de sus hijos y de su esposo.

“Yo pago 100 soles y solo tengo una tele y un foco. El ingeniero de Luz del Sur nos ha dicho que debemos contar con un muro de contención, para que recién nos puedan poner los postes”, se queja Rocío Fernández. Por el agua pagan 40 soles y solo reciben el servicio durante seis horas al día.

 
 
Asalto al Cerro

José Huamán es uno de los pobladores más antiguos. Lo encontramos barriendo la calle y quejándose por la falta de limpieza y orden. Él recuerda que pasaba todos los fines de semana por la zona buscando un lugar donde vivir, hasta que un día, en la ladera del Cerro, vio un letrero con un gran plano donde figuraba el proyecto de urbanización del Cerro con pistas, un local comunal, parques y escuelas. Una cooperativa trazó los lotes y las manzanas. La cuota era de un sol para los de la parte alta y de 6 soles para los de abajo. Solo había 200 familias, pero el crecimiento urbano imparable de esos años no respetó planos ni áreas libres, y el caos arquitectónico y la falta de planificación tomaron el Cerro por asalto.

Con los años, los hijos y los hijos de los hijos construyeron encima de los lotes familiares originales, y la tugurización, la construcción precaria y el desorden visual no se hicieron esperar. Hasta hace muy poco, los pobladores debían escalar el cerro por intrincados y estrechos caminos, cargando baldes de agua. Los servicios básicos llegaron en los 90, y las escaleras en 2000. Los espacios reservados para las áreas verdes fueron tomados y el cemento y la estera crecieron como mala hierba. Actualmente en todo el perímetro hay cinco árboles raquíticos. Los niños juegan fútbol en las calles empinadas. Una carretera afirmada, transitada por las peligrosas y ruidosas moto-taxis, fue el regalo que Fujimori les dejó.
Desde el año 1974 poseen el poco valorado título de asentamiento humano. Nos indican que la gente no quiere cambiar de categoría para no tributar, y ése es el motivo por el cual la Municipalidad de La Victoria los margina. La informalidad es el lema.

El cerro siguió poblándose sin restricciones de ningún tipo, y este hacinamiento fue el caldo de cultivo para la violencia y la inseguridad. Se convirtió en guarida de cuanto malhechor y proscrito pasara por ahí. Su fama de zona ‘brava y maleada’ fue creciendo de tal manera que ninguna autoridad quiso subir a poner orden. Se convirtió en una de las zonas más peligrosas de la capital. Poco a poco, cercaron a los pobladores que andan temerosos, sintiéndose amenazados, mirando a los costados como paranoicos. Los esperan siete u ocho con pasamontañas en la parte baja, en los paraderos de las moto-taxis. Se dice que muchos actúan en complicidad con los choferes. Les arranchan mochilas, carteras, monederos. Los que más sufren son los trabajadores que salen o llegan en las madrugadas. Huyen y se llevan lo robado a ciertos ‘huariques’ conocidos y a los fumaderos.

Es como si estuvieran en un permanente toque de queda decretado por el sentido común: a las 9 de la noche no se puede salir ni entrar en el cerro. Carmen Rosa cuenta que una madrugada regresaba del hospital 2 de Mayo, al que debió ir por una emergencia. En el camino al sector 21, el más alto, vio al costado del tanque de agua que dos sujetos estaban violando a una joven, que no podía gritar porque le habían tapado la boca con su chompa. Ella corrió al lugar y los delincuentes huyeron dejando a la chica desnuda. También relata que su hermano había llegado de Huaraz a visitarla. Una madrugada, después de haber tomado, estaba regresando a su casa. “Él no sabía cómo era acá. Se le acercaron unos encapuchados. Como estaba mareado, no se defendió y le destrozaron la cara. Desde esa fecha, ya no ha querido regresar a Lima.”

Rocío Fernández recuerda que llegó al Cerro siguiendo a su esposo hace 10 años. Desde entonces se ha enfrentado a los delincuentes en varias oportunidades. Hace unos días le robaron a su suegra. Le rebuscaron hasta el último pliegue de la pollera para robarle el sencillo. Rocío averiguó quiénes habían sido y los fue a buscar hasta su casa: “Quería hablarles como vecinos que somos, pero ellos me golpearon”. No conformes con ello, le dijeron que iban a incendiar su casa. Ella les respondió: “Allá los voy a esperar”. Su marido, Edinson Condori, más cauto, la interrumpe: “Pero a veces uno no debe exponerse al peligro. Ponte que estén fumados; acuérdate lo que pasó con lo finaditos.” Condori relata lo ocurrido: “Hace unos días, unos muchachos estaban bebiendo afuera de una casa y el hijo del dueño salió para decirles que lo hagan en otro lado. Le respondieron con un balazo. Su hermano quiso intervenir y lo recibieron con otro balazo”. Dos muertos a unos metros de su casa explican la cautela de Condori. Desde el día que la amenazaron, Rocío se lleva a sus dos hijos al trabajo (vende como minorista en las afueras de la ex Parada). “Esto era una tierra de nadies, antes de que llegó la Policía”, sentencia.

Es el lugar ideal para robar autopartes, esconder un carro y desmantelarlo; y también es el point de los fumones, que vienen de los otros cerros a los fumaderos de la parte alta. Llegan a fumar, tomar y a repartir los objetos robados. Hay casas donde se vende droga. Los vecinos saben cuáles son. En las fiestas ‘chicha’ se producen los desbandes. Los parlantes a todo volumen y el alcohol potencian la agresividad. Las calles se cierran para la ocasión y los que no participan deben comprarse tapones para los oídos o entrar en la colada. Y como la ilegalidad campea, es la tierra prometida de las radios piratas. En este momento hay 10 que funcionan sin que el Ministerio de Transportes se atreva a ejercer su autoridad y al que no le interesa que las interferencias impidan que los pobladores se comuniquen con sus familiares por celular y que la TV (sin cable) no pueda verse con nitidez. Mientras tanto, se alegran la vida con los huainos que resuenan en el interior de las casas, y cuyas notas esparce el ventarrón que forma remolinos de tierra en la punta del cerro.

Los alcaldes de La Victoria siempre ningunearon este lado de su distrito por considerarlo un pasivo contagioso al que era mejor mantener aislado. Las autoridades consideran que es un lugar que no les da réditos: la gente no paga impuestos, el valor de los predios es exiguo, y su geografía muy complicada como para considerar la posibilidad de invertir allí.

La rondera urbana

Encontramos bien plantada en su cerro a Karina Chaparro. Ella cuenta que ha tenido que ‘cuadrar’ a muchas personas que la miraban con desconfianza cuando les decía que vivía en El Pino. “¿Acaso me ves cara de ratera?”, les replicaba. Tiene 56 años, y hace 35 que vive en el Cerro. Su familia son sus dos hijos y tres nietos. Pasó su infancia entre las movidas calles de Barrios Altos, así que cuando se mudó a El Pino estaba bien forjada. Tenía ya costumbre de ver a jóvenes metidos en drogas y delinquiendo, pero lo que vivió en su barrio no se comparaba con lo que más tarde pasaría en El Pino.

“Cerro El Pino es más peligroso que Barrios Altos. Allí también hay fumones a los que les gusta la música criolla y la salsa. Acá son ‘chicheros’ y ‘achorados’; hay mucha droga, y lo peor de todo es que se meten con la gente. No me interesa que roben, pero que no choquen con la población. Como dice el dicho: donde se come no se caga”, manifiesta contrariada.

La señora Chaparro integra las rondas vecinales de El Pino. Hace guardia según el día que le corresponda, de 10 de la noche a 2 de la mañana, una hora en la que cualquier cosa puede pasar, y en la que se recomienda estar bien acuartelado.

Su relación con la delincuencia es un duelo personal. Desde que se asentó en El Pino aprendió a convivir con ellos. Esto significa enfrentarse y defender su territorio. Recuerda que hace dos años quisieron asaltar a su hijo, y ella tuvo que pelearse con el tipo para evitar que le propinaran un botellazo. “A partir de eso me tuvieron marcada. Mi hijo me dice que ya no me meta con ellos, que un día me van a matar. Pero yo le digo que no tengo por qué tenerles miedo. Una no puede vivir con miedo”, asegura.

Dicen que hasta al mejor cazador se le escapa la paloma, y a Karina Chaparro se le ha escapado dos veces: la primera fue cuando, a pesar de sus esfuerzos, no pudo evitar que las malas juntas enredaran a su hijo, quien estuvo perdido por un tiempo. Pero, tal como ocurrió años más tarde con el botellazo, ella acudió en su rescate. Sostiene: “Ahora mi hijo ya es padre y está bien encaminado. Por el momento solo tiene un trabajo provisional como fabricante de cajones para fruta. Mi hija es gasolinera en un grifo del barrio”.

La segunda vez fue cuando los ladrones visitaron a la robusta rondera en su lugar de trabajo. Ella es la vigilante de la única posta médica de El Pino y no logró evitar que robasen cuatro computadoras. Se enfrentó puño a puño con los malhechores, pero no pudo contra la sorpresa de una pistola en la cara. Ahora está a punto de perder su trabajo. El argumento que le dan es que un hombre debería encargarse de esa tarea. Esto resiente ferozmente a una persona que nunca tuvo un aliado del otro género para sacar adelante a su familia.

“Ahora el más contento es mi exesposo. Él quiere que me saquen porque piensa que regresaré a su lado, pero yo no lo pienso hacer. Me maltrataba y no se dedicaba a sus hijos”, afirma categórica.

¿Déjà vu?

En el año 1998 se formaron las juntas vecinales y la Policía elaboró un plan de seguridad ciudadana para el Cerro, debido a la presión de un grupo de vecinos presidido por Susano Enciso, un pequeño empresario ayacuchano que decidió instalar su taller de parrillas metálicas en la avenida Floral unos años antes. Cuando se dio cuenta de que la zona estaba tomada por más de 700 delincuentes y drogadictos, no se amilanó: convenció a cinco vecinos y pidió ayuda a la Policía. Desde ese momento don Susano fue amenazado y pasó a engrosar la lista negra de los delincuentes. Pero las dificultades no solo venían del lado oscuro, sino también del otro. Descubrió que había complicidad y corrupción entre los policías y que muchos actuaban en combinación con los delincuentes.

Susano llegó a tener 80 coordinadores de juntas vecinales. Cerraron casas donde se vendía droga, clausuraron prostíbulos y cantinas, limpiaron las calles por las que nunca había subido un carro recolector y que parecían basurales. Los delincuentes huyeron de la zona. La experiencia duró siete años, hasta que la Policía les retiró su apoyo.

La seguridad de este asentamiento humano depende de la comisaría de Yerbateros que, a su vez, debe ocuparse de los tres distritos aledaños. Cuando una junta atrapaba a un ‘fumón’ o ladrón, tenían que llevarlo a esa comisaría, lo que significaba 40 minutos bajando escaleras. Una vez que llegaba el patrullero, ya no encontraban a nadie: todos estaban en sus cuevas, bien guarecidos. El puesto de auxilio rápido que se instaló en la avenida México en 2004 está cerrado hace dos años. Como era de esperar, el primer esfuerzo encabezado por don Susano se hizo agua y, nuevamente, el lugar fue un territorio fuera de la ley.

Nueve años después, con una intrepidez envidiable, don Susano ha arremetido con fuerza. Esta vez el director ejecutivo de Seguridad Ciudadana de la PNP, general Aldo Miranda, ha elaborado un Plan de Seguridad Ciudadana para el Cerro. Ocho coroneles y 50 policías se instalaron en el local comunal. Tocaron la puerta de cada una de las casas para empadronar a los vecinos, y encontraron 15 requisitoriados por robo agravado. En un mes se ganaron la confianza de una parte de la población que, con mucho temor, se ha integrado a las 100 juntas vecinales que están activas. El hartazgo ha podido más que las amenazas de soplonaje y colaboracionismo, al menos por el momento. Ya hay un antecedente: una moto trató de atropellar al coordinador del sector 20. En el sector 1 cada familia ha donado 10 soles y han comprado 5 alarmas que sonarán cuando se registre algún robo o asalto. Don Susano piensa pedir la colaboración de sus amigos empresarios para comprar celulares y estar en comunicación permanente con los coordinadores de las juntas. Los policías se han reunido con los 82 microtaxistas formales, agrupados en tres empresas, para que se sumen al plan.

“Para mí es como despertar de un sueño”, manifiesta don Susano. La mayoría no puede creer que la Policía camine por el cerro, cuando hasta hace un mes les tiraban piedras. Lloran de emoción. Un señor dice que por un mes han andado libres. Habían olvidado la sensación de sentirse protegidos. Una señora manda un mensaje a sus familiares diciéndoles que ya pueden visitarla. Los delincuentes han huido a Huaycán, Salamanca y Villa El Salvador, pero están esperando con paciencia el momento de su regreso.

El general Miranda debió trasladar su colchón a la punta del cerro. No tuvo horarios ni descanso durante el tiempo que estuvo a cargo de la intervención policial. Su plan no era uno de “cerro arrasado”, sino que comprendía otras tácticas más inteligentes y eficientes. La noticia agarró desconcertados a los propios integrantes del cuerpo policial, quienes se estaban preparando para la clásica operación de “sálvese quien pueda”. La idea era otra:

se trataba de ingresar en el cerro y convivir con la población durante un mes, con el fin de brindarles seguridad y ganarse la confianza de los pobladores. A pesar de estar siempre rodeado de su personal, a Miranda se le veía solo, como a un general en su laberinto.

Salvo los dirigentes de las juntas, el resto de la población es desconfiada. Su personal no está acostumbrado a esa modalidad de trabajo; menos sus superiores. El peso que Miranda carga solo es grande: él sabe que una raya más al tigre no es simplemente una raya más.

Al final del mes, el ministro del Interior, Wilfredo Pedraza, anunció su visita relámpago. Los jóvenes de la Escuela de Policía pintaron rápidamente las fachadas de varias manzanas, y se organizó la ceremonia para recibir a la autoridad. Setenta y tres juntas vecinales tomaron juramento. Los pobladores miraban desde sus azoteas, con más o menos escepticismo. Pedraza hizo dos anuncios importantes: la Policía se quedará las 24 horas en la zona. Se pondrán en funcionamiento dos puestos de auxilio rápido con personal motorizado.

Policías alpinistas

Desde que se pobló el cerro, hace ya más de cinco décadas, las autoridades marcaron su distancia y abandonaron el Cerro El Pino, y así se instaló allí un núcleo duro de delincuentes y se activaron pandillas sin control alguno.

Durante años la Policía solo había subido a El Pino para sacar cadáveres, producto de los ajustes de cuentas entre pandilleros o del escarmiento que recibían aquéllos que osaran oponerse a esa “otra ley” que rige en esa punta.

Como se ha señalado, el nuevo ingreso de la Policía Nacional no fue la típica redada para capturar omisos y requisitoriados. Tampoco fue un plan de ayuda social para repartir arroz y azúcar. El objetivo de la incursión fue erradicar la delincuencia, pero con una estrategia distinta.

La idea, en teoría seductora, se complicaba a la hora de su ejecución: que la gente clame por seguridad no significa que va a recibir a la Policía con vítores. Por el contrario, la recepción fue recelosa, con huidas y hasta tiradas de puerta. Un policía cuenta que lo recibieron con un cañón de revólver. Se trataba de un caco desubicado que pensaba que se lo iban a llevar.

Recomponer la relación de la Policía con los ciudadanos es tarea ardua; y es que no solo los delincuentes huyen de los uniformados sino también la misma gente que reclama seguridad. La desconfianza es justificada: los pobladores de El Pino ven a los policías como aliados de los bandidos, quienes coimean a los uniformados para que se hagan de la vista gorda.

Con el paso de los días una parte de la población se fue dando cuenta de que no habían ido a reprimirlos, y luego se fueron acostumbrando a la tranquilidad que da vivir sin saber qué les deparará el destino al subir y bajar el cerro. El coronel Rommel Chávez, uno de los efectivos que participó del plan, declara: “La Dirección Ejecutiva de Seguridad Ciudadana ha recibido del Comando la disposición de venir y trabajar acá en el Cerro El Pino, organizando a las juntas vecinales, porque esta comunidad tiene muchos problemas. Nosotros estamos intentando reducir el de la inseguridad ciudadana. Hemos hecho un trabajo puerta por puerta y hemos encontrado personas con muchos problemas de salud: con tuberculosis, con problemas de alimentación, desnutrición. Hay jóvenes que desde muy temprana edad tienen niños porque no hay programas que los eduquen para que tengan otras expectativas en sus vidas. Eso es lo que hemos encontrado, y nos preocupa. Seguramente el general Aldo Miranda va a trasmitir esto al Comando para que lo haga saber a las diferentes entidades”.

Luego de 30 días conviviendo con los ‘pineños’,el coronel Chávez se ha vuelto casi un experto, y tiene razón cuando habla del abanico de problemas. El Estado abandonó al Cerro El Pino por considerarlo un escondrijo de delincuentes, y no solo lo hizo en seguridad ciudadana. Existen otros problemas que conviven con la gente: la mala alimentación, las enfermedades crónicas, el hacinamiento y el abandono familiar.

El Pino de los últimos días

Los resultados de las manos de pintura se dejaban ver. La estadía de los policías debía ser recordada no solo por el impulso y respaldo que le dieron a la organización vecinal, sino porque les devolvieron un hábitat retocado con colores vivos en vez de las grietas y los grises.

Pero en 30 días no se cambia el mundo, ni tampoco es ésa la función de la Policía. Alrededor de los improvisados y entusiastas pintores merodeaban algunos curiosos y nadie más. Días atrás los oficiales se habían acercado a las casas pidiendo una colaboración para comprar la pintura, como una forma de solventar los gastos y comprometer más a la población. Solo algunos colaboraron. Después de las cuatro semanas se seguía sintiendo esa desconexión forjada desde que se fundó el Cerro.

El miedo de los habitantes de El Pino, ahora que la Policía se marcha, es evidente. Temen venganza. Dicen que los delincuentes han estado agazapados y algunos bromean diciendo que habían estado temporalmente de “vaca”, pero que iban a retomar sus “actividades” con fuerza y pedir cuentas a los soplones (así les dicen a quienes se resisten a su imperio).

***

Vivir en El Pino es contagiarse de anomia e inercia: el transcurrir de días fatigados y noches tenebrosas en un incesante cuesta arriba y cuesta abajo. Ojalá que el esfuerzo que un grupo de ellos ha emprendido por despercudirse de aquella mala fama que solo les ha traído exclusión sea respaldado por el Estado y por el resto. Solo así dejarán de ser la punta del olvido.

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