Escribe:
Carla García
Entiendo y vivo en carne propia esta
situación que luce inmanejable. Caminar por la calle, tomar un taxi, llevar
plata en la cartera, llevar cartera y simplemente respirar, todo miedo.
El otro día al tomar un taxi, el
señor que manejaba lanzó muy decidido un discurso a favor de la pena de muerte
para los asaltantes, violadores, asesinos y ladrones simples. Luego se emocionó
un poco más y dijo que también mataría a los políticos y desaparecería a la
policía nacional, porque “todo está podrido” (sic). Mientras hablaba encendido
y gesticulante sobre todo lo que él cambiaría en la sociedad para que el país
retome el camino, se pasó adrede, y conmigo en el taxi, el semáforo de Angamos
con Tomás Marsano. No sé por qué. Cuando le pregunté me dijo que lo hacía
porque ese semáforo era muy largo. El señor se sentía, sin duda, un
transformador social.
Linchar, matar y cortar son temas de
moda en la tele, los diarios y las redes sociales. Es imperdonable haber
habilitado en base a desidia, a negligencia pura, la transformación del
ciudadano en una especie de animal con ansias de venganza, que justifica y
planea la tortura de otro humano, esgrimiendo argumentos como que hay que
desquitarse, que no hay que poner la otra mejilla y que el estado –sus leyes,
jueces, cárceles y demás– no funciona.
Acaba con todos, ciudadano de bien.
Cuando no haya más delincuentes, gente confundida con delincuentes o personas
injustamente acusadas de delincuentes, la horda sedienta de sangre con su moral
inmaculada como escudo, irá por los políticos. En el camino –obvio– acabarán
con los policías. Aburridos después de eso, y porque nadie querrá ser político,
policía o juez a riesgo de morir en el intento, el caos habrá reinado. Ahí
sencillamente, todos contra todos. Es lo que está escrito.
Al final quedarán dos peruanos: el
que mató a todos sobreviviendo a su propio fin, y un tuitero, que como es obvio
se había quedado en su casa cambiando el mundo por internet. Entre esos dos va
a definirse el futuro de la patria.
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