Por: Humberto Campodónico
La aprobación de una Ley para que los jubilados
dispongan del 95.5% de sus fondos en las AFP ha sido, en general, “bien
recibido” por los sectores políticos y también por la opinión pública. El
argumento central: “Yo he ahorrado ese dinero, es mi derecho”. Juega a favor el
enorme desprestigio de las AFP que se lo han “ganado a pulso” con el cobro de
comisiones leoninas a un público cautivo, recuperando varias veces su
patrimonio y sin perder nunca, pero sí los aportantes.
A pesar de lo anterior, la entrega del 95.5% es una
mala medida porque destruye su fundamento: ser un ahorro previsional para los
años de retiro. Este principio rige en todos los países del mundo, ya sea que
tengan un sistema de pensiones público, privado o un híbrido. Ojo, eso no
quiere decir que el dinero se quede en la AFP pues se puede crear fondos
alternativos.
Ciertamente, existen casos donde una parte se pueda
retirar con la jubilación: para una vivienda o cuando lo ahorrado solo da para
una pensión misérrima. Pero el planteamiento indiscriminado de que los
jubilados “sabrán qué hacer con su dinero” es una quimera ideológica.
¿Qué sucedería si pierden sus fondos porque se los
prestan a amigos o a la familia y no se los devuelven? Pero, dirán algunos, el
jubilado puede convertirse en un “emprendedor exitoso”. Ah, ya. Incluso en los
años de bonanza, la tasa de mortalidad de las microempresas es muy alta. Dice
SUNAT que 300,000 Mypes se crean cada año, pero que 200,000 Mypes desaparecen
ese mismo año. ¿No sería esto peor con “emprendedores” ya mayorcitos?
¿Qué sucedería cuando el jubilado ya no tenga
ingresos? ¿Se le abandona a su suerte? ¿No tendría el Estado que intervenir
para que no se convierta en un indigente? Los liberales dirán que sí, que
eso le ha deparado el “libre mercado”. No, pues. Allí se rompe el contrato
social mínimo de convivencia entre ciudadanos.
Esta idea liberal tiñe la sociedad desde los 90,
con el régimen fujimorista: “no hay que poner cortapisas a la iniciativa
privada, bajo ninguna forma”. El mejor/peor ejemplo es el desorden del
transporte: quien quiera poner una línea de combis que atraviese la ciudad como
le dé la gana, que lo haga. Y así.
Una de las últimas manifestaciones de esta idea es
el otorgamiento de un bono de dinero a los campesinos y/o comunidades nativas
que habitan en las zonas con yacimientos mineros: si reciben efectivo, estarán
a favor de cualquier actividad extractiva(Alan García). Y, por arte de
birlibirloque se acabarán los problemas.
El planteamiento va más lejos: la propiedad del
subsuelo ya no debe ser del Estado, sino de la persona natural o de la
comunidad nativa. Así, la empresa negociaría directamente con el (los)
propietario(s) del terreno, y tendrían una participación directa en las
ganancias: colorín colorado, el final feliz está garantizado.
Este planteamiento no toma en cuenta, por ejemplo,
que estaría inculcando el rentismo en las comunidades nativas, en lugar de
impulsar encadenamientos productivos que permitan desarrollar actividades
alternativas. No habría tampoco espacio para Fondos de ahorro para “guardar pan
para mayo” (las vacas flacas), lo que ahora tanto se necesita.
En realidad este “argumento” es solo un disfraz
–bastante burdo además– para dejar de lado al Estado en su rol de orientador
estratégico. Ya no habría una zonificación ecológica territorial (donde se
prioriza los usos del territorio de acuerdo a lineamientos productivos,
económicos y ecológicos), se relajarían los estudios de impacto ambiental y,
por definición, también la consulta previa.
Pero este planteamiento de la doctrina anglosajona
no arregla ningún problema. En el caso de un yacimiento minero, ¿solo la
comunidad nativa que está “encima” negocia con la empresa? ¿Y las que están
unos kilómetros más allá, qué reciben? ¿Se van a enfrentar unas a otras, y con
la empresa? ¿Y con el Estado?
Se dice que ha funcionado en Canadá donde los
pueblos originarios (llamados Primeras Naciones) tienen la propiedad del
subsuelo (en verdad, solo en parte) y negocian con las empresas, tienen fondos
de inversión rentables y grandes negocios. Pero no dicen que en los últimos
años, representantes de las “Primeras Naciones” se están oponiendo a las
inversiones petroleras y al tendido de oleoductos que pasan por sus tierras
(1). O sea que la “solución” para destrabar la inversión se vuelve en su
contrario.
Volvamos al inicio: es necesaria una reforma
integral del sistema de pensiones, público y privado (2). Se debe dejar de lado
la ideología (“la gente sabrá qué hacer con el 95.5%”) y establecer una pensión
mínima para todos. A partir de allí, hay opciones para el ahorro privado y
también para un fondo público de pensiones.
No es cierto que, siempre y en toda circunstancia,
“por la plata baila el mono”, el jubilado de la AFP o la comunidad nativa.
Basta ya del “sentido común” liberal de que cada cual puede hacer lo que mejor
le parece y que, justamente por ello, el país avanzará. Detrás de esa
“disolución de la sociedad” están los intereses económicos para que estas
“nuevas ideas” les permitan seguir en lo mismo y que nada cambie.
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