Patricia Wiesse
Directora de la Revista Ideele
Gerardo Saravia
Editor revista Ideele
Walter Conde termina su contundente caldo de gallina y
convoca a la delegación de chuschinos residentes en Lima que está reunida en un
restaurante de Huamanga. Han contratado una combi que diariamente hace el
recorrido de cuatro horas hasta Chuschi, su destino final, pasando por las
alturas de Chocoro, una pampa helada en medio de la nada.
Al día siguiente deben asistir a una asamblea en la que
participarán el alcalde y los representantes de todo el distrito. Ahí acordarán
una estrategia para defender sus límites territoriales que han sido cercenados.
El Gobierno Regional de Ayacucho, a través de la ordenanza 30013, ha impuesto
una nueva demarcación que le recorta casi 6 mil hectáreas al distrito de
Chuschi, la mayoría tierras de pastoreo pertenecientes a la comunidad de
Rumichaca, indispensables para su supervivencia económica.
La Asociación de Chuschinos residentes en Lima ha logrado
cohesionarse en torno a esta amenaza, a pesar de que viven dispersos en la
atosigada capital. La preside Walter Conde, quien dejó Chuschi antes de que
fuera tomado por Sendero Luminoso, a fines de los años 70 del siglo pasado.
Hace años que tiene un negocio de fabricación y venta de parrillas de metal y
vive en las faldas del cerro El Pino, un lugar tomado por la delincuencia.
Conde lidia diariamente con la administración del negocio, la inseguridad del
barrio (también es miembro activo de las Juntas Vecinales), y ahora se ha comprado
un nuevo pleito: la integridad de su tierra.
Cipriano Quispe, otro de los directivos, trabaja como
chofer de combi en una ruta brava del Callao. Han sobrevivido en espacios de
alta agresividad y están acostumbrados a enfrentarse a “choros y cobradores”.
Esta vez tocaron muchas puertas hasta que contactaron a algunos congresistas e
instituciones de derechos humanos que les ofrecieron apoyar su demanda.
La delegación que viene de Lima hace una primera parada
en medio de la puna y cerca de los nevados que protegen la comunidad de
Chocoro. El viento acuchilla sus rostros mientras esperan tiritando que unos
cuantos ancianos se acerquen a la comitiva. Walter Conde conversa con Evaristo
Quispe, el comunero más joven que recuerda cómo los senderos mataron a 20 personas: “En el
camino nos esperaban y nos mataban. Después llegaron los militares y
secuestraron a otros. Todavía hay algunos totalmente perdidos”, dice.
Solo algunos de estos pastores de altura fueron inscritos
en el Registro Único de Víctimas y reconocidos como tales, situación que se
repite en todas las comunidades que visitaron. “Hay muchos afectados, pero no
todos están recibiendo reparación. Les han dicho que hay observaciones”, les
comenta Jacinto Núñez, presidente de la comunidad Unión Potrero, que fue la
siguiente parada y en donde cada uno de los 60 comuneros ha recibido una vaca
genéticamente mejorada como parte del Programa de Reparaciones Colectivas. Han
construido un corral donde guardan a sus Brown Swiss que lucen las costillas
pegadas al pellejo.
Las reparaciones colectivas se han venido otorgando en
más de 500 comunidades con niveles de alta y mediana afectación en la región
Ayacucho. “El Consejo Nacional de Reparaciones designó un monto de 100 mil
soles para cada una, con el mandato de que ellas decidieran en qué invertir”,
sostiene José Coronel, exresponsable de la Comisión de la Verdad en ese
departamento. (“¿Será que la prioridad fueron las vacas?”, se preguntan los
visitantes luego de observar la posta médica cerrada con un voluminoso candado
Yale.)
La combi acelera por el camino terroso, y después de
varias vueltas llega a la penúltima parada: la comunidad de Uchuyri. Es un
poblado al borde de la carretera. En una pequeña plaza rodeada de
construcciones de piedra y adobe en mal estado, la delegación es recibida por
los varayoc y el
presidente de la comunidad, Alejandro Galindo, quien a los 5 años de edad fue
testigo presencial de un suceso macabro: “Por esta carretera atravesaban el
Ejército y el otro ejército rojo”, les cuenta. “Ambos nos robaban el ganado
para su rancho. Si alguien reclamaba, lo mataban. El 2 de febrero de 1989 hubo
un enfrentamiento en Chuschi, y por acá se escaparon los terroristas. Entonces
los militares capturaron a un grupo de 17 senderistas y los llevaron a una
quebrada que está al borde de la carretera, a 200 metros de esta plaza. Nos
obligaron a ir allá y los eliminaron en presencia de toda la población. Después
nos hicieron enterrarlos en una fosa”, exclama.
Luego de 15 años de indiferencia estatal, la compensación
por el mayúsculo trauma ha consistido en la instalación de un sistema de riego
tecnificado por aspersión y la construcción de una represa. El presupuesto lo
ejecutó la Municipalidad en el año 2009. Contrató a un grupo de ingenieros que
se fue con las mismas, dejando la obra inconclusa. “El sistema no funciona. No
han hecho la conexión con los tubos que permita que el agua el agua salga; la
obra no se ha terminado”, manifiesta, indignado, Galindo.
En Uchuyri fueron inscritas unas cuantas personas, pero
hasta la fecha ninguna ha recibido el monto designado a las víctimas. El
defensor del pueblo de Ayacucho, Jorge Fernández, sostiene que hay una
distorsión en el enfoque que se le ha dado a la política de reparaciones
supervisada por la Comisión Multisectorial de Alto Nivel, y por ello ésta se
confunde con los programas sociales de lucha contra la pobreza. Un claro
ejemplo de ello es la inscripción de las madres de la Asociación Nacional de
Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos (ANFASEP) en el Seguro
Integral de Salud como parte de las reparaciones, cuando éste es un servicio y
un derecho que tiene cualquier ciudadano en extrema pobreza.
Filimón Salvatierra, coordinador de las 95 organizaciones
de afectados por la violencia política, señala: “El Estado está implementando
muy lentamente las recomendaciones de la CVR. Por ejemplo, en el VRAEM no se
conocen las reparaciones. En reparaciones individuales les han dado tan solo
350 soles a algunos. Esto es una burla”.
Menos de 40% de las personas inscritas en el Registro de
Víctimas ha recibido una reparación económica.
Treinta y siete por ciento de las personas inscritas en
el Registro Único de Víctimas ha recibido una indemnización. A la madre de
Filimón le entregaron 5 mil soles, y él y sus dos hermanos recibieron un poco
más de 1.600 soles cada uno. Su familia tuvo que desplazarse del distrito de
Chiara, donde vivían de la agricultura, al de San Juan Bautista, en Huamanga.
El padre se dedicó a la venta de ganado vacuno que trasladaba en camiones hasta
Lima. “Lo detuvieron una noche. Tiraron patadas a la puerta de calamina del
cuarto donde vivíamos. Vi que los secuestradores usaban botas y capuchas. Esa
noche desaparecieron 4 personas en la misma cuadra. Nos dijeron que los habían
llevado al cuartel Los Cabitos. Mi madre estaba en estado y yo tenía 4 años.”
Después de eso debieron regresar al campo, al distrito de Los Morochucos, en
Cangallo, donde Filimón terminó la escuela y fue uno de los pocos huérfanos que
logró estudiar Agronomía en la Universidad San Cristóbal de Huamanga. Su madre
pertenecía a ANFASEP y él se afilió a la juventud de esa organización. Así
comenzó su vida de activista y dirigente.
El caso de las reparaciones individuales genera
desconcierto y malestar. Se entregan 10 mil soles a cada familia, así haya en
ésta más de una víctima. Según Honorato Méndez, de la ONG Paz y Esperanza de
Ayacucho, el monto asignado se ha ido reduciendo de 140 millones, en la época
en la que Salomón Lerner era primer ministro, a 40 millones anuales. Menos de
40% de las personas inscritas en el Registro de Víctimas ha recibido una
reparación económica. “Es injusto, porque en el año 1992, a cada miembro de los
Comités de Autodefensa se les reparó con 30 mil soles”, sostiene.
“Nosotros propusimos que el monto fuera de 10 unidades
impositivas tributarias, pero esto no fue aceptado”, afirma consternado el
representante de la Defensoría de Ayacucho. Hace 17 años que Jorge Fernández
trabaja sin horario en su oficina de la capital regional, o recorriendo a pie cada
uno de los pueblos del departamento. La consecuencia de estas empinadas
caminatas es el permanente dolor de columna y dos hernias discales que soporta
con estoicismo. Sostiene el Defensor: “No hay nada que se compare con las
muestras de afecto que recibo de parte de la gente del campo”. Los campesinos
le tienen confianza y hablan con él en quechua.
Fernández pudo ser un abogado acomodado, pero optó por
ser un funcionario estatal sin estabilidad laboral, dejando la Universidad en
la que ya había sido nombrado. Antes fue juez en la provincia de La Mar. En el
año 1996, en medio de la guerra interna, caminaba sin resguardo policial por
las comunidades. Cuando Jorge Santiesteban, el primer defensor del Pueblo,
firma un convenio con el Colegio de Abogados de Ayacucho para impulsar una
experiencia basada en el trabajo de la Agencia de la ONU para los Refugiados
(ACNUR), él se apunta como voluntario y lo mandan a recorrer la sierra central.
Sin deprenderse de su característico chaleco azul,
Fernández ha continuado indesmayable su trabajo al lado de las víctimas. Una de
sus actuales preocupaciones es la demora en las exhumaciones, al que se suma
otro “cuello de botella”: el que solo se haya identificado 1.200 de los 2.200
restos arrumados en cajas. “El paso del tiempo ha complicado la
identificación”, afirma.
Los desaparecidos siguen en esas cajas o en los lugares
de entierro. En Uchuyri, el alcalde vara lleva a Walter Conde y al resto de la
delegación por la carretera y señala con su bastón el lugar exacto de la fosa.
Coincidentemente, se encuentra a unos metros del reservorio inconcluso.
Finalmente, agotada por el subibaja de curvas y alturas
diversas, la delegación llega a Chuschi, uno de esos tantos pueblos que parecen
fabricados en serie en las laderas de uno de los cerros de alabastro que
caracterizan el paisaje de la provincia de Cangallo. Su nombre original era
Chuspi Wayqui (chuspi es
mosca en quechua), porque antiguamente sufrió la invasión de la plaga de la
mosca negra.
Una campesina se les acerca apresuradamente. Habla en
quechua como si las palabras se ametrallaran en su boca. Se presenta como
Teófila Rocha, esposa del teniente gobernador Marcelo Cabana, quien en el año
1984 fue secuestrado y desaparecido junto con otras tres autoridades. “Los
militares llevaban arrastrando a nuestros esposos. Nosotras caminamos atrás
hasta que llegamos a una cumbre. Nos vieron y nos obligaron a tirarnos al
suelo. Nos dijeron que si mirábamos nos mataban, pero igual levantamos el
rostro y vimos que a nuestros esposos los vistieron con ropa militar y se los
llevaron hacia la base de Pampa Cangallo”, relata la señora. Este caso está
registrado en el Informe
Final de la CVR, y aun así Teófila solo ha recibido 5 mil
soles de indemnización. Nadie le ha dicho qué debe hacer para obtener los otros
5 mil que debe repartir entre sus hijas.
A la mañana siguiente, la delegación se dirige a la
cancha de fútbol de Chuschi. Llegan a la asamblea los dirigentes de Rumichaca,
Patahuasa, Chocoro y de la zona alta de Chiquiarazo. Bajo el intenso sol
escuchan a los chuschinos que han venido de Lima. Casi al final, Leonidas
Cayllahua exclama: “Hemos sufrido por la violencia política hace 30 años y
ahora volvemos a ser víctimas”. Es cierto: por otros motivos y de manera
diferente, Chuschi está siendo cercenado por segunda vez.
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