Speziani y Ollanta |
Ideele Revista Nº 236
Una pregunta que ningún observador de la política
peruana actual puede dejar de hacerse es ésta: ¿De dónde viene la profunda
animadversión que los así llamados “poderes fácticos” profesan hacia el
presidente Ollanta Humala?
El fenómeno, sobre el que de ningún modo soy el
primero en llamar la atención, es abundantemente verificable; las explicaciones
—que las hay— no terminan de satisfacer. Aunque para todo efecto práctico
Humala es su gobernante, la resistencia al Gobierno desde sectores como los
representados por gremios empresariales y grandes grupos mediáticos es
sostenida y continúa sin visos de amainar. ¿Por qué?
Tradición de traiciones
Ollanta Humala es parte de una tradición política peruana que, con al menos dos décadas y media de continuidad en su versión más reciente, ya se está haciendo muy larga: la de candidatos que se lanzan en carrera a la presidencia desde plataformas más o menos populistas, con un discurso que recoge las expectativas de reivindicación y resistencia de amplios sectores de la ciudadanía, pero que, una vez llegados a Palacio, cambian bruscamente de lenguaje y de práctica, y defraudan a sus electores.
Fujimori en 1990, Toledo en buena medida después de
él, Alan García el 2006: todos han hecho lo mismo. Toman posición (muy
genéricamente) a la “izquierda” de sus principales contrincantes en la primera
vuelta, depositan ese capital en la segunda aun cuando se van moviendo hacia el
“centro” —dondequiera que éste esté en un momento determinado— y acaban gobernando
desde la derecha, ya sin comillas. La jugada es antigua pero, lo tenemos a la
vista, casi siempre funciona.
Las razones las conocen bien las ciencias
políticas, y quizá no sea del caso abundar mucho en ellas. Tienen que ver, por
un lado, con carencias estructurales de nuestra política, el agujero negro de
la institucionalidad partidaria, la profunda desarticulación de la vida civil,
el desprestigio de los discursos opositores después de los años 80 y 90 del
siglo pasado, el absoluto dominio del capital sobre la sociedad, y varias cosas
más. Tienen que ver también, por el otro lado, con la histórica incapacidad de
la derecha más desembozada de ganar elecciones nacionales, una incapacidad que
divide a sus bases, le abre oportunidades al populismo en campaña y alinea al
menos a algunos sectores de aquellos “poderes fácticos” detrás de este tipo de
candidato (y detrás de ese tipo de gobernante, una vez ganadas las elecciones),
aun si dicen lo contrario.
Incluso así, la agitación antihumalista es incesante.
Los voceros técnicos y no tan técnicos de la derecha se desgañitan acusándolo
de “estatista” e “intervencionista”. La Confiep saca, cuando se le ocurre,
impredecibles comunicados advirtiendo sobre una “pérdida de confianza” entre
los que saben (y los que tienen) y un consecuente drenaje de capitales. Todos
se despeinan un poco anunciando una catástrofe de proporciones venezolanas a la
vuelta de la esquina, pero ninguno de sus augurios se cumple jamás.
Más bien, sucede lo contrario. El riesgo real para
“el modelo” macroeconómico es muy cercano a cero y el Perú continúa en una
línea ultraortodoxa, sin resquicios ni complicaciones. Pero, a pesar de todo,
quienes deberían saberse (porque lo son) los principales beneficiarios de este
manejo del Estado, no dejan de oponerse a él.
Política “normal”, y de la otra
Quizá es que nadie en esos círculos ha olvidado al Humala del 2006, que estuvo muy cerca de ganar aquellas elecciones con una camiseta roja por vestimenta (al final, las ganó Alan García). Haga lo que haga el Presidente para demostrar su aggiornamento, los poderosos desconfían. Temen que a la primera de bastos se saque la careta y se convierta en el Hugo Chávez de sus pesadillas. El que la verdad sea otra —Humala ya se ha quitado varias caretas, todas en sentido contrario— no parece aliviar tales miedos.
Otra posibilidad es que el rechazo no sea a Humala
sino a personajes de su entorno, menos fáciles de encuadrar y de controlar.
Específicamente, Nadine Heredia, su esposa. En este caso, el temor no sería a un
Gobierno ya bastante desdentado, sino a la hipotética posibilidad de una
segunda ronda del Nacionalismo en Palacio, más apegada a los planes originales
de transformación (grande, mediana o pequeña) y menos a la “hoja de ruta” con
la que ahora Humala administra las cosas.
Pero estas lecturas (y otras) del empecinado
desamor que los poderes fácticos peruanos demuestran hacia Ollanta Humala no
parecen agotar el fenómeno. Uno intuye algo más opaco e impenetrable detrás de
tales actitudes, algo más profundo y sintomático. Las explicaciones ensayadas
hasta aquí se concentran en lo que todavía imaginamos como la forma “normal” de
hacer política en el Perú, pero es posible que a estas alturas ya estemos
hablando de otra cosa.
Quizá lo que se está expresando en el rechazo a
Humala desde los grupos empresariales y mediáticos no tenga tanto que ver con
él y su Gobierno propiamente dichos, sino con una suerte de nostalgia por modos
distintos de administración del Estado, aún frescos en la memoria nacional y
aún abiertos como posibilidad futura. En otras palabras, creo que no es casual
que la resistencia al presente régimen se haya terminado manifestando sobre
todo como la esperanza de un retorno de opciones ya vividas —el retorno del
segundo Alan García o el del fujimorismo—, antes que como la construcción de
nuevas/viejas opciones orgánicas de derecha.
Y esto es importante porque, dígase lo que se diga
de Ollanta Humala, lo cierto es que cualquier crítica que razonablemente se le
pueda hacer a su gestión (y hay muchas) empalidece cuando se la confronta con
lo que ha sido la política peruana de las últimas dos décadas y media. Cierto:
no es posible saber hoy qué se averiguará mañana, y poner las manos al fuego
por un político peruano es un ejercicio bobo. Pero aun así, visto a la luz de
esa historia reciente y todavía viva, Humala es un gobernante “normal” entre
nosotros. Y resistirse a él tan visceralmente desde la posición de aquellos a
quienes beneficia es, quizá, una manera de resistirse a esa norma.
El deseo antidemocrático
Desde esa perspectiva, el rechazo de los poderes fácticos a Ollanta Humala, haga éste lo que haga, no resulta tan incomprensible. Construir contra toda evidencia una realidad alternativa (“Ollanta es Chávez”) permite a muchos de sus opositores darle expresión a un deseo político que de otra forma el discurso tendría problemas para articular: si he de escoger entre un guardián “normal” del modelo y un guardián perverso, prefiero siempre la segunda opción.
Así, lo que sectores como los representados en la
Confiep y amplificados en El Comercio están diciendo sin decir, es esto:
prefiero los narcoindultos, los negociados, los niveles más espectaculares de
corrupción; prefiero las esterilizaciones forzadas, el 5 de abril, la salita
del SIN; prefiero hacer negocios con ese gobernante y con ese Estado que con el
actual. No se trata del “modelo”: se trata de todo lo demás.
Estamos hablando, entonces, de una patología, más
allá incluso de las mil y una enfermedades de nuestra clase política. Se trata
de algo de más amplio espectro, más difuso e insidioso: una patología que fluye
a través de todo el cuerpo social, que nos aflige a todos como ciudadanos —que
se convierte, de hecho, en el contenido mismo de nuestra ciudadanía— y se
manifiesta no solo en la derecha, los grandes medios de comunicación o los
sectores A y A+, sino dondequiera que uno posa la vista. Una patología que se
está convirtiendo, si no se ha convertido ya, en la nueva normalidad, el
terreno “natural” en el que se determina nuestra vinculación con la cosa
pública.
Si lo que digo parece demasiado abstracto y anclado
en la teoría, sugiero a los lectores que se den un par de vueltas por la
realidad. Observen, por ejemplo, la manera sociopática en que los peruanos hoy
ocupamos los espacios públicos, desde las calles hasta las playas; observen la
forma en que hemos basurizado con deleite nuestros discursos, tanto en los
medios como en la vida diaria; observen el modo en que verbalizaciones y
prácticas de dominación y exclusión —el racismo, la violencia de género, la
imposición de clase— han vuelto a ocupar la superficie de nuestra vida social
casi sin encontrar fricciones o resistencias. Y así sucesivamente. Los ejemplos
no hacen otra cosa que abundar.
Es cierto que nada de esto es nuevo: el Perú nunca terminó
de convertirse en una democracia liberal (y aun si lo hubiera hecho, sus
“contradicciones” persistirían en la práctica). Pero hoy estos deseos
antidemocráticos están, como no estaban hace tiempo, normalizados en la textura
de nuestras experiencias diarias y son el modelo básico de nuestra relación con
los demás. En muchos sentidos, no son ya tan solo lo que somos, sino también lo
que queremos ser.
Por supuesto, estas realidades alternativas no son
aún “la realidad”, y oponerse a ellas, como sucede desde otros lugares de la
vida pública, con otros discursos y otras prácticas, es todavía posible además
de necesario. Pero en el corto plazo, el psicodrama nacional que ya está siendo
la carrera hacia las próximas elecciones presidenciales, las del 2016, ofrece
pocos motivos para ser optimista. Las voces que escuchamos a diario desde
tantos espacios de poder continuarán diciéndonos lo que han dicho hasta ahora,
y nos arrastrarán consigo cada vez un poco más hacia ese abismo. Lo trágico es
que una vez satisfecho su deseo (si tal cosa es posible), los que perderán no
serán ellos, que no pierden jamás.
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