Participar en el proceso de designación de nuestras
autoridades constituye una dimensión esencial de las democracias
contemporáneas. No obstante, allí no termina la responsabilidad del ciudadano
en la vida pública. El ciudadano puede –e incluso debe – supervisar con
atención y conciencia crítica la labor de dichas autoridades y aún participar
en la dinámica de configuración y debate de la producción legislativa y
decisión política en materia de bien común.
El panorama actual resulta preocupante. El diseño
de las denominadas “planchas electorales” ha puesto de manifiesto el pobre
nivel de institucionalidad de los partidos políticos, que simplemente apelan a
individualidades sin mayores puntos de encuentro programático e ideológico, con
el objetivo específico de “sumar votos”. Esta clase de “alianzas” suele
tener tanto tiempo de vida como los procesos de sufragio. Terminada la
elección, estas sociedades se rompen.
La misma situación se hace patente en los procesos
de negociación conducente a la elaboración de la lista de candidatos al
Congreso. El objetivo de la organización política es esencialmente pasar la
valla electoral, asegurar que el grupo subsista en la escena política, o
garantizarle un número de escaños que le permita preservar su condición
de sujeto de negociación política, no presentar una lista parlamentaria sólida
y cohesionada, que aporte una visión del Perú coherente con el ideario
partidario. De este modo, se fuerza al elector a escoger personas antes que
examinar ideas y valores suscritos en una perspectiva institucional. De este
modo, la fragmentación de la política se agudiza sin remedio.
Esta clase de prácticas contribuye a que el
trabajo “político” se independice del ámbito de preocupaciones y aspiraciones
del ciudadano común. La política abandona así el terreno que le corresponde, el
de las aspiraciones de la población al bienestar, a la libertad y al ejercicio
de sus derechos fundamentales. Los temas de justicia y calidad de vida de las
personas pasan a un penoso segundo plano. Las consideraciones sobre el bien
público ceden su lugar al cálculo estratégico de los actores políticos. De lo
que se trata es exclusivamente del protagonismo de los grupos políticos; por
ello no es casualidad que la discusión de programas políticos o de principios
ideológicos simplemente no esté presente en la esfera política y no cuente con
la cobertura necesaria en los medios de comunicación de masas, pese a que
debería ser el centro de la contienda política.
El descuido sistemático de los principios de la
moral pública y los cimientos ideológicos de los partidos promueve en estos
colectivos la práctica del clientelismo y la demagogia. Se intenta persuadir al
electorado con dádivas y con un especioso discurso populista, centrado en el
supuesto “carisma” del líder. Se le dice a la gente lo que la gente quiere
escuchar, y se insiste, una vez más, en el culto a la personalidad del caudillo
de turno. Estas prácticas convierten al ciudadano en simple observador, en un
individuo que no participa en la discusión pública o en la toma de decisiones
en el país. Muchos políticos pretenden sacar provecho de la situación de
pobreza y desigualdad que aqueja a muchos peruanos para intentar manipular la
voluntad de sus compatriotas con estrategias clientelistas.
Los peruanos debemos reconocer la presencia de
estas malas prácticas en la escena política, denunciarlas y no sucumbir ante su
influjo. Es necesario ejercer una presión democrática para que se expongan
propuestas y discutirlas en el espacio público. De otro modo, votaremos a
ciegas y los asuntos comunes se decidirán sin nuestra intervención y reflexión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario