viernes, 15 de enero de 2016

Un año electoral




Participar en el proceso de designación de nuestras autoridades constituye una dimensión esencial de las democracias contemporáneas. No obstante, allí no termina la responsabilidad del ciudadano en la vida pública. El ciudadano puede –e incluso debe – supervisar con atención y conciencia crítica la labor de dichas autoridades y aún participar en la dinámica de configuración y debate de la producción legislativa y decisión política en materia de bien común. 

El panorama actual resulta preocupante. El diseño de las denominadas “planchas electorales” ha puesto de manifiesto el pobre nivel de institucionalidad de los partidos políticos, que simplemente apelan a individualidades sin mayores puntos de encuentro programático e ideológico, con el objetivo específico de “sumar votos”. Esta  clase de “alianzas” suele tener tanto tiempo de vida como los procesos de sufragio. Terminada la elección, estas sociedades se rompen. 

La misma situación se hace patente en los procesos de negociación conducente a la elaboración de la lista de candidatos al Congreso. El objetivo de la organización política es esencialmente pasar la valla electoral, asegurar que el grupo subsista en la escena política, o  garantizarle un número de escaños que le permita preservar su condición de sujeto de negociación política, no presentar una lista parlamentaria sólida y cohesionada, que aporte una visión del Perú coherente con el ideario partidario. De este modo, se fuerza al elector a escoger personas antes que examinar ideas y valores suscritos en una perspectiva institucional. De este modo, la fragmentación de la política se agudiza sin remedio.

Esta clase de  prácticas contribuye a que el trabajo “político” se independice del ámbito de preocupaciones y aspiraciones del ciudadano común. La política abandona así el terreno que le corresponde, el de las aspiraciones de la población al bienestar, a la libertad y al ejercicio de sus derechos fundamentales. Los temas de justicia y calidad de vida de las personas pasan a un penoso segundo plano. Las consideraciones sobre el bien público ceden su lugar al cálculo estratégico de los actores políticos. De lo que se trata es exclusivamente del protagonismo de los grupos políticos; por ello no es casualidad que la discusión de programas políticos o de principios ideológicos simplemente no esté presente en la esfera política y no cuente con la cobertura necesaria en los medios de comunicación de masas, pese a que debería ser el centro de la contienda política. 

El descuido sistemático de los principios de la moral pública y los cimientos ideológicos de los partidos promueve en estos colectivos la práctica del clientelismo y la demagogia. Se intenta persuadir al electorado con dádivas y con un especioso discurso populista, centrado en el supuesto “carisma” del líder. Se le dice a la gente lo que la gente quiere escuchar, y se insiste, una vez más, en el culto a la personalidad del caudillo de turno. Estas prácticas convierten al ciudadano en simple observador, en un individuo que no participa en la discusión pública o en la toma de decisiones en el país. Muchos políticos pretenden sacar provecho de la situación de pobreza y desigualdad que aqueja a muchos peruanos para intentar manipular la voluntad de sus compatriotas con estrategias clientelistas.


Los peruanos debemos reconocer la presencia de estas malas prácticas en la escena política, denunciarlas y no sucumbir ante su influjo. Es necesario ejercer una presión democrática para que se expongan propuestas y discutirlas en el espacio público. De otro modo, votaremos a ciegas y los asuntos comunes se decidirán sin nuestra intervención y reflexión.

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