Carlos Contreras
Carranza (Historiador)
En el
pasado, ser soldado era tarea de gentes nobles. Eran los tiempos en que tomar
las armas y reinar sobre los hombres se confundían en una misma misión.
Arrostrar los rigores de una campaña militar y correr el riesgo de perder la
vida eran, en cierta forma, el precio que pagaban los gobernantes por reinar.
Con el
desarrollo de los Estados nacionales los ejércitos se volvieron enormes. En las
guerras napoleónicas cada país movilizó a cientos de miles de combatientes.
Bajo el modelo político de la república como una comunidad de ciudadanos
igualados en deberes y derechos, la idea del noble como soldado dio paso a la
del “ciudadano armado”. El buen ejército no sería aquél compuesto solamente de
nobles e hidalgos; tampoco de soldados a sueldo o busca-fortunas, sino el
integrado por los ciudadanos de la Nación. Éstos lucharían defendiendo lo que
era suyo y de todos los suyos, movidos por un sentimiento de amor a la patria.
El patriotismo, un sentimiento nacionalista orientado al deseo de gloria y
grandeza del país del que se era natural, movió a los hombres a tolerar el
alistamiento en los cuarteles, o hasta a presentarse voluntariamente,
renunciando a las comodidades de la vida burguesa y con riesgo de la propia
existencia.
El fin de
las guerras entre las naciones “civilizadas”, el avance del mercado, el
individualismo y el retroceso de los Estados pretorianos degradaron en cierta
forma la profesión militar. El propio sentimiento nacionalista pareciera asunto
demodé en los países del primer mundo y en las mentes más avanzadas de
los del tercero.
Ser
soldado se ha convertido en uno de esos oficios que en los países desarrollados
solo se avienen a desempeñar los inmigrantes. Pareciera el fin del modelo del
ciudadano armado y su reemplazo por lo que sería el “ejército profesional”.
Igual que en los casos de médicos, maestros o jueces, la Nación requiere una
fuerza especializada, en este caso para la guerra. Ser soldado no parece,
empero, un oficio como aquéllos, dado el elevado nivel de riesgo que conlleva y
el malestar que puede generar desenvolverse en una organización vertical, donde
las órdenes deben cumplirse sin dudas ni murmuraciones.
Ser
soldado se ha convertido en uno de esos oficios que en los países desarrollados
solo se avienen a desempeñar los inmigrantes. Pareciera el fin del modelo del ciudadano
armado y su reemplazo por lo que sería el “ejército profesional”.
Por ello,
dejar que sea el mercado quien determine quiénes serán los soldados me parece
un juego peligroso. Si la paga es mediocre, como ha sido hasta ahora en el
Perú, los soldados serán los pobres; un sarcasmo del modelo del ciudadano
armado, puesto que tendríamos la paradoja de que quienes, por ser pobres, gozan
de menores derechos ciudadanos, o tienen menos oportunidades de ejercerlos,
resultan ser los defensores de los demás ciudadanos, quienes por ser ricos
ejercerán su derecho a elegir no ser soldados. Si la paga mejora, al punto de
atraer voluntariamente a jóvenes de otros estratos sociales, ¿no correríamos el
riesgo de convocar al Ejército a aficionados a las armas y a la violencia, como
aquéllos desadaptados que de tiempo en tiempo asolan las escuelas de los
Estados Unidos?
En cierta
forma, creo que en esto de a quién le debe tocar ser soldado estamos ante un
caso de selección adversa: esas situaciones en que quienes nos eligen no son
los que nos convienen, mientras nos convienen precisamente los que no nos
eligen. De ahí que crea que los mejores soldados serían los que no quieren
serlo, como los pacifistas, los intelectuales y los defensores de los derechos
humanos. Me los imagino luchando impecablemente contra el terrorismo, sin
abusar de la población civil ni de los propios senderistas una vez rendidos.
Nos habríamos ahorrado Comisión de la Verdad; y si, por último, igual la
hubiera habido por algún exceso cometido, sus integrantes habrían sido más
comprensivos con quienes serían gente como ellos, quizá sus propios hijos o
hermanos.
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