Reproducción de la columna 'Las Palabras' publicada en la edición
2247 de la revista 'Caretas'.
Por: Gustavo GorrittiGustavo Gorriti Director de Ideele Reporteros |
TODA democracia tiene
el deber de defenderse. Especialmente de quienes intentan utilizar sus derechos
y libertades para destruirla. La devastación histórica del fascismo y el
nazismo, que marcó el siglo XX, trajo, entre otras amargas lecciones, la conciencia
de la necesidad imperativa de defenderse a tiempo de los enemigos de la
libertad.
Mussolini y Hitler
llegaron al poder mediante mecanismos electorales mezclados con violencia
callejera y sin guardar secreto respecto del profundo desprecio que sentían hacia
la democracia y sus mecanismos de delegación del poder.
Una vez que tomaron
el gobierno no tardaron en destrozar la democracia mediante la más organizada y
sistemática brutalidad. Años después, luego de decenas de millones de muertos,
sobre los escombros del nazismo derrotado en la más grande guerra de la
Historia, el consenso entre los aliados occidentales abocados a la tarea de
construir una nueva Alemania fue hacer imposible que en el futuro se pudiera
utilizar la democracia contra sí misma.
Así, los partidos y
los grupos opuestos a la democracia o enemigos de ella, fueron marginados del
sistema. El ejercicio de la democracia, incluyendo la competencia por el poder
mediante el voto, quedó reservado a las mayorías leales a ella.
Pero todo esto se realizó
bajo la premisa de que la respuesta razonable a cualquier circunstancia de
peligro es asegurar que la severidad de las medidas de defensa corresponda a la
severidad de la amenaza. Un peligro grave requiere una respuesta fuerte; y una
amenaza leve demanda una respuesta proporcional
"Así como la
democracia aprendió que tiene el deber de defenderse, la lección complementaria
es que las medidas de defensa deben ser pocas, limitadas y solo ejecutadas
cuando resulte indispensable".
Este largo exordio es
para discutir la iniciativa legal del Ejecutivo que intenta penalizar con
cárcel el supuesto delito de “negacionismo”,
definido por el primer ministro Juan Jiménez como el castigo penal a “aquellas personas que nieguen los
delitos de terrorismo cometidos por organizaciones subversivas como Sendero
Luminoso y el MRTA […] Quienes nieguen que en el Perú hubo una masacre por
parte de estas organizaciones criminales, serán sancionados porque incurrirán
en el delito del negacionismo”.
La ministra de
Justicia Eda Rivas dijo a su turno que el proyecto antinegacionista del
gobierno, “…busca penalizar
a aquellas personas que públicamente y por medios idóneos, en este caso
públicos, aprueben, justifiquen, nieguen o minimicen los delitos de
terrorismo”.
El proyecto de ley
del Gobierno ha recibido críticas de todos lados: desde la derecha, la
izquierda, el centro y hasta dentro de sí mismo. La vicepresidenta Marisol
Espinoza, por ejemplo, advirtió en RPP sobre los peligros de ese proyecto de
ley.
Hasta Aldo
Mariátegui, en un editorial el lunes 27, escribió que “la iniciativa me parece una reverenda
bobada”.
En su artículo
semanal en La República, Rocío Silva Santisteban, hace notar –igual que otros–
que el proyecto de ley es uno que, antes que nombre propio tiene siglas propias
(léase Movadef), pero que no considera los crímenes cometidos por grupos
estatales o paraestatales.
Al margen de esas
fallas, Silva Santisteban considera que con ese proyecto, “el peligro que se abre es
catastrófico: se podría usar esta ley más adelante, ampliándola, para penalizar
el pensamiento o el debate cuando el Estado peruano reconoce que no hay delitos
de opinión”.
CARLOS Tapia es de
parecida opinión. Tapia dijo, en La Primera, el día lunes, que hay una “Delgada línea que separaría la
apología a favor de la subversión terrorista, de la libertad de investigación y
aclaración de lo sucedido durante esos aciagos años”.
En un artículo –
“Caza de brujas”– publicado el domingo en La República, Augusto Álvarez refuta
con elocuencia la presunta utilidad de la ley “antinegacionista”: “¿Quién va a definir, por ejemplo, qué
es “lenguaje de odio que afecta a la democracia”? ¿Habrá una sola
interpretación de lo ocurrido en las dos décadas de violencia? ¿Quién
determinará las razones del surgimiento de Sendero? ¿Qué se podrá decir sobre
el papel de las Fuerzas Armadas? ¿Qué se deberá callar sobre el grupo Colina?
¿Habrá que cambiar la interpretación según el gobierno de turno? […] ¿Podrá alguien
opinar, con su criterio personal, que una dictadura o una monarquía producen
mejor resultado que una democracia?”
Finalmente, en su
columna semanal en Diario16, Ernesto de la Jara precisa su oposición al
proyecto, no solo porque “viola
la libertad de expresión y puede ser fuente de abusos”, sino por
los peligros de hacer una ‘comisión especial’ que puede usurpar funciones
judiciales, sino porque en el futuro podría terminar reexaminando la memoria
colectiva “desde una
perspectiva fujimorista”.
Creo que ni el
adivino más despistado le auguraría longevidad al proyecto de Jiménez y Rivas.
Aunque se apoye en referencias históricas a medidas no solo defendibles en su
circunstancia sino plenamente justificadas, en este caso el proyecto está mal
planteado, pobremente pensado y termina siendo peligroso.
Es correcto
argumentar, como lo hace Eda Rivas, que la “propia
libertad de expresión tiene los límites expresados…”. Tiene, en
efecto, ciertos límites, y está bien que sea así.
NADIE tiene, por
ejemplo, el derecho de gritar “¡fuego!” o “¡terremoto!” en un lugar cerrado sin
que exista el peligro. Nadie tiene, tampoco, el derecho a incitar al odio y
menos a la violencia, especialmente si estos tienen como objetivo de su
hostilidad la raza, la religión, el pensamiento o el tipo de actividades
eróticas o copulatorias entre adultos.
La radio Hutu en
Ruanda, instando el genocidio de los Tutsi, por ejemplo, usó en forma
monstruosamente criminal el derecho a la libertad de expresión y si hubiera
sido prontamente reprimida en lugar de alentada, se hubiera prevenido una de
las mayores tragedias contemporáneas en África y el mundo.
Pero, como se ve,
todos los casos mencionados como ejemplo, son extremos y gravemente criminales.
Así como la
democracia aprendió que tiene el deber de defenderse y que eso puede suponer
limitar en algunos casos la libertad de expresión; la lección complementaria es
que esas medidas de defensa deben ser, por su propia naturaleza, pocas, muy
limitadas y solo puestas en práctica cuando resulte indispensable.
En la inmensa, la
abrumadora mayoría de casos, el debate, la discusión libre, fortalecen y no
debilitan el sistema democrático.
Los hechos de la
insurrección senderista y la guerra interna que vivió el país no han sufrido
por el debate sino por el olvido, por la falta de esclarecimiento, de precisión
en el detalle de los hechos y procesos, en el examen de estrategias, de actos
de guerra y medidas de supervivencia, de crueldad o de empatía, en las miles de
historias de pueblos, villorrios y comarcas donde transcurrieron los años de
tragedia.
El ministro del
Interior, Wilfredo Pedraza, que en la CVR estuvo a cargo de las investigaciones
especiales, sabe que, por razones diversas y condenables, el trabajo de la CVR
fue sometido desde el comienzo a un sostenido ataque, que buscó desprestigiarla
y descalificarla, mucho antes de conocer su informe.
Todos esos intentos
de descalificación a priori,
con la participación de individuos como Rafael Rey, no tuvieron otro objetivo
que perpetuar la amnesia, impedir el recuerdo, para poder impostar
eventualmente las etiquetas dogmáticas de una seudo historia sobre la realidad
de lo ocurrido.
¿Qué le pasó a
Pedraza que no le dijo a sus colegas de gabinete que el trabajo de la CVR
apenas había empezado el proceso de conocimiento, aclaración, crónica,
historiografía e interpretación de la guerra interna? ¿No pudo él, o el propio
Presidente, a partir de su experiencia, hacerles saber que lo último que
necesitamos, y lo último que aceptaremos, es que una instancia oficial nos
quiera imponer verdades oficiales, dogmas burocráticos, que cierren el debate,
la investigación y su interpretación de lo que pasó en nuestro país?
El gobierno debe
evitarse una vergüenza, un bochorno mayor y retirar, calladito y en puntas de
pie, el superlativamente desatinado proyecto. Y luego de eso, la ministra de
Salud debiera repartir megadosis de complejo B entre sus colegas. Hay varios
que lo necesitan con premura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario