Sábado, 19 de abril de 2014 DIARIO LA REPÚBLICA
Luis Alberto Chávez R. * (PERIODISTA)
En las alturas de la Cuenca de
Lurín, a dos horas y media de Lima, un grupo de pobladores viene realizando una
revolución silenciosa, pacífica, del campo a la ciudad. Ellos vienen
convirtiendo su pequeña agricultura rural, familiar, de subsistencia, en una
agricultura rentable, competitiva y de mercado. El camino al cambio no ha
empezado por obtener el título de propiedad de la tierra, ni por el crédito. Ni
siquiera por la innovación agrícola –todo eso lo han hecho, además–, sino por
el agua. Esta revolución en el campo empezó por aumentar la capacidad hídrica.
Los agricultores de la
Mancomunidad Municipal de Lurín repararon que la tierra sin agua carece de
valor. Es tierra abandonada. Nadie la trabaja. Su primera preocupación fue
entonces obtener agua. O mejor dicho, retenerla, porque, como en todas las
zonas altoandinas del país, entre diciembre y marzo vienen las lluvias. En esa
temporada, se genera en Lurín cerca de 80 millones de m3 de agua. El 5% se
utiliza para actividades agrícolas, ganaderas y consumo humano. El resto se va
al mar.
A pulso, los comuneros de las
zonas media y alta de la cuenca construyeron reservorios de mediana capacidad
para retener esta agua. Usaron los vasos naturales de las laderas del macizo
andino. Sólo en el distrito de Tupicocha construyeron 8 de estos reservorios
que, en conjunto, represan un millón de m3 de agua. Los demás distritos siguen
este ejemplo.
Retener y almacenar el agua
fue el primer paso de esta revolución silenciosa. El siguiente fue modificar un
patrón cultural, acentuado en nuestras comunidades andinas: el riego por
inundación. No sin esfuerzo, desconfianza al comienzo y tras un proceso gradual
de experimentación, introdujeron el riego por goteo. La nueva técnica les
permitió dosificar el uso de agua de los reservorios y maximizar su eficiencia.
Al mismo tiempo, aumentó la productividad del campo y generó el excedente
necesario para acceder a mercados más grandes y competitivos.
Con agua y productividad, el
tercer paso fue la asociatividad empresarial. Es un mito que el minifundio –la
denominada agricultura familiar–, no puede ser rentable. Las zonas altoandinas
del Perú están fraccionadas en unidades agrícolas menores de 2 hectáreas (Censo
Nacional Agrario - 2013). Pero la pequeña y dispersa propiedad no está asociada
a una distribución familiar de la tierra –como podría pensarse–, sino a lo que
el etnohistoriador rumano, John Murra, llamó con propiedad “la economía
vertical andina”, pequeñas parcelas articuladas y ubicadas en diferentes pisos
ecológicos por razones de clima. Al sembrar de manera escalonada, a diferente
altura, el campesino se protege de las pérdidas por heladas.
Esta fragmentación de la
tierra observable en todo el ande no impide que se realice una agricultura
competitiva para acceder a mercados mayores, a condición de que se asegure el
agua. El problema fundamental en la Sierra es que la agricultura rural familiar
depende del riego por secano, es decir, de la estación de lluvias. Si llueve
hay siembra, si no, no. El 63,8% de la tierra cultivable en el Perú se riega
bajo esta modalidad. La tierra que no se riega se queda sin trabajar. El Censo
Nacional Agropecuario preguntó cuál era la razón por la que no se trabajaba la
tierra. 48,8% respondió “por falta de agua”, mientras que 24% dijo “por falta de
crédito”. El problema principal de la Sierra no es la tierra ni la propiedad,
sino el agua.
Y este es el problema central
que vienen resolviendo los agricultores de las partes media y alta de Lurín. El
problema del agua. La agricultura familiar en el mundo es responsable del 56%
de la producción de alimentos. En el Perú, este porcentaje sube a 70%. Promover
e impulsar la agricultura familiar para que nuestras comunidades altoandinas se
alimenten mejor –como ocurre con el Programa de Recuperación de Andenes– está
muy bien, pero es mucho más estratégico vencer la pobreza saliendo del modelo
de subsistencia.
El camino que vienen siguiendo
los productores de la Cuenca de Lurín abre una ruta segura para superar la
barrera de la subsistencia: construcción de represas altoandinas, riego
tecnificado, productividad y mercado. El crédito viene con la confianza en
estos factores precedentes. Un modelo que asegura la transformación de una
agricultura rural familiar, en otra de producción y comercialización. Como remarcó
el ex ministro de Agricultura, Carlos Amat y León, hace unos días al comentar
esta experiencia monitoreada técnicamente por el Centro Global para el
Desarrollo y la Democracia (CGDD): “Si estas represas se hubieran construido
masivamente en la Sierra antes de los ochenta, Sendero Luminoso no habría
existido”. He ahí el verdadero cambio, la revolución, para las poblaciones
altoandinas. Del campo a la ciudad.
* Periodista.
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