Ángel Martínez Castro
Según publica El País: “109 nobeles acusan a Greenpeace de “crimen
contra la humanidad” por los transgénicos”.
Las primeras preguntas que uno se hace son ¿109 nobeles
pagados por quién? ¿Y no tienen nada que decir de que millones de niños mueran
porque se prohíbe producir vacunas o medicinas por una patente? ¿Ni de la trata
de blancas, ni del comercio de armas ni de las masacres diarias de los
ejércitos dela OTAN? No, quieren acusar de crímenes contra la humanidad a
Greenpeace por un delito de opinión.
Pero pasado el
estupor inicial, conviene analizar el tema de una forma objetiva.
Argumentan los acusadores que millones de personas mueren
por falta de alimentos y que la mayor eficiencia de los transgénicos evitaría
esto, así como que millones de niños quedan ciegos por falta de vitamina A, lo
cual se evitaría con el arroz dorado (transgénico), que es rico en esta
vitamina. La oposición al uso de los transgénicos, por lo tanto, equivale a
promover dichas muertes y la ceguera de estos niños, un crimen contra la
humanidad.
Este razonamiento no parece, sin embargo, tener en cuenta
que el problema que genera el hambre y las enfermedades no es de producción,
sino de distribución y de estructura social.
En primer lugar, los niños y mayores que mueren de hambre
no lo hacen por falta de producción de alimentos ni de recursos, se producen
alimentos y recursos suficientes para toda la población mundial. El problema es
un sistema económico que no permite una distribución adecuada porque no resulta
rentable. En este sistema, un aumento considerable de la producción de
alimentos crearía un excedente de mercado, una crisis de sobreproducción y más
hambre y muertos. Sí, estamos en un sistema así de ridículo y ya ha pasado, no
son especulaciones. Si quieren acusar a alguien de crímenes contra la humanidad
deberían acusar al FMI y al Banco Mundial guardianes de este orden.
Pero además, los transgénicos son responsables directos
de la miseria y la muerte de millones de personas. No por el hecho de ser
transgénicos, sino por el modelo económico en el que se dan.
La investigación genética y de transgénicos está en manos
mayoritariamente de grandes compañías que buscan una rentabilidad. Aunque hay
investigación universitaria, este es el modelo principal y lo que busca es un
aumento de la producción por medio de un más rápido crecimiento o cepas más
resistentes… o bien dela rentabilidad con productos a veces más atractivos o
vendibles. Este modelo, centralizado en grandes multinacionales con Monsanto a
la cabeza necesita de ingentes volúmenes de producción para rentabilizarlo.
Para lograr este fin han contado con el apoyo de los
estados, especialmente EEUU a través de programas de “ayuda al desarrollo” o de
las instrucciones del FMI para sustituir en áreas muy extensas (estados enteros
de la India, África y América) los cultivos tradicionales por monocultivos
transgénicos. La lógica tras estas operaciones es que la agricultura
tradicional no es eficiente y que la especialización en el mercado permitirá
mayor competitividad y por lo tanto mayores ingresos y aumentar la calidad de
vida de la población.
La realidad sin embargo es que esos agricultores quedan
presos de estas empresas: dichas cepas son estériles y tienen que comprar las
semillas año tras año, requieren productos químicos especiales que la propia
empresa les vende y dependen económicamente de un gran comprador que, ante la
falta de alternativas del agricultor, machaca los precios hasta que apenas les
queda para sobrevivir. Y cuando por cualquier razón la estrategia cambia, la
empresa decide primar otra región del mundo, o cae el mercado y reducen su
volumen de compras, la gente no tiene otro recurso porque la agricultura
tradicional ha sido arrasada, y muere de hambre.
Lo cierto es que la muerte por hambre en los pueblos
primitivos y las sociedades tradicionales es rara. Esas sociedades vivían
adaptadas a un entorno geográfico, medioambiental y natural en el que la
producción era prácticamente entera para consumo local (e incluso autoconsumo),
una producción variada por tanto para cubrir las necesidades de dicha sociedad,
y siglos de experiencia habían adaptado la dieta y cocina a las necesidades
nutricionales de la gente. Así los pueblos de la Polinesia que tenían poco
aporte de vitamina D no se cubrían, de forma que se favorecía su síntesis por
la piel; hubo una mortalidad increíble cuando los ingleses les obligaron a
vestirse. Los Inuits sin embargo obtienen de la grasa de los animales grandes
cantidades de vitamina D y así compensan la poca incidencia de luz solar. Las
dietas tradicionales eran por lo tanto en general equilibradas, y el hambre era
ocasional, cuando había grandes epidemias o épocas de guerra.
Es el sistema de monocultivo intensivo para el comercio
lo que genera las grandes hambrunas.
Los transgénicos, en este sistema, en este contexto, no
son por tanto la solución al hambre, sino que al generar un negocio ingente que
se basa en la promoción del monocultivo y la erradicación de las agriculturas
tradicionales (única forma de rentabilizar las inversiones de estas compañías y
mantener los beneficios) son precisamente uno de los culpables de que mueran 5
millones de niños de hambre al año.
Este no es por lo tanto un debate sobre las cualidades
médicas o la seguridad alimentaria derivada de un proceso artificial de
modificación genética. Es un debate sobre un modelo de investigación,
producción y distribución que genera hambre y miseria y destroza culturas
locales.
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