11 julio, 2016 0 Comentarios Agua, Amazonia, Deforestación, Ecología, José Álvarez Alonso, medioambiente,Perú
José Álvarez Alonso
Todo el mundo habla de la necesidad de usar de forma más
eficiente el agua en la Costa y en el Ande peruano, y de aplicar las sabias
tecnologías andinas para siembra y cosecha del agua, y está muy bien. Los
expertos afirman que en las últimas tres décadas se han perdido más de 7 mil
millones de m³ de glaciares, y prevén su desaparición total antes para finales
de siglo. Poco más del 2 % del agua del Perú discurre por los ríos hacia el
Pacífico, cuando en estas vertientes occidentales y en la costa se concentran
la mayor parte de la población y de las actividades económicas del Perú. Sin
embargo, pocos hablan de la necesidad de cuidar la real fuente del agua, la
bendita lluvia. ¿Es eso posible?, preguntarán algunos. Por supuesto.
La ciencia ha venido a demostrar lo que las culturas
andinas sabían desde hace milenios: que el agua de lluvia que cae en el Ande
proviene de la Amazonía, y su rastro conduce hacia el Atlántico. La única agua
que llega a la costa desde el Pacífico, fuera de las eventuales lluvias durante
el Fenómeno del Niño, es la de las nieblas invernales, que captan los escasos
fragmentos del ecosistema de Lomas que quedan en nuestra costa. Por eso, los
andinos suelen afirmar: “la casa del agua está en la selva”. Y por eso, a decir
de los entendidos, en el folklore andino suele aparecer el personaje del
‘chuncho’, un representante de la selva, que simboliza el aporte que esta
arbolada región hace con sus fecundas lluvias al ciclo de la vida en el Ande.
La ciencia ha demostrado que el bosque amazónico es una
gigantesca máquina de lluvia. Desde las costas del Atlántico hasta el
piedemonte andino, los bosques fabrican y reciclan una y otra vez el agua que
se evapora del Atlántico, y la distribuyen a lo largo y ancho de la enorme
cuenca. Y decimos ‘fabrican’ porque cada vez hay más evidencia de que el bosque
amazónico evolucionó para generar su propia lluvia: no solo es el mecanismo de
evapotranspiración el que convierte a los millones de árboles en auténticas
‘bombas’ productoras de agua (un árbol puede bombear hasta 1000 lt de agua por
día).
La ciencia ha demostrado que los árboles también producen
substancias aromáticas, aerosoles, cuyas micropartículas se convierten en
núcleos de condensación del vapor de agua en un ecosistema donde las partículas
de polvo están virtualmente ausentes. Sin ellas las nubes serían totalmente
estériles. Es por ello que los científicos afirman que la Amazonía es el único
ecosistema terrestre que genera su propio clima.
En menos de medio siglo hemos talado más de 40,000
millones de árboles amazónicos; estamos destruyendo esta máquina maravillosa,
poniendo en riesgo el clima regional y perdiendo recursos biológicos
invalorables. Por eso las medidas de adaptación al cambio climático en el Ande
y en la Costa peruana, consideradas estratégicas para más del 80 % de la
población del Perú, deben incluir acciones firmes para proteger al bosque
amazónico.
El Perú se ha comprometido, en Rio + 20, y en la Cop 21,
a reducir a cero la pérdida neta de bosques para el 2021, y a reducir sus
emisiones en un 30 % al 2030. Las emisiones de C02 por tala de bosques
representan el 47 % del total de emisiones en Perú. No estamos progresando
mucho; de hecho, en la última década se ha incrementado significativamente la
pérdida de bosques primarios: el año 2014 se perdieron 177,571 ha de bosques
primarios, más del doble que en el 2006. Las causas principales son la
ampliación de la frontera agrícola para monocultivos (cacao, café y palma aceitera,
en el último quinquenio), y la minería ilegal.
La región San Martín, que ha perdido más de un tercio de
sus bosques en los últimos 40 o 50 años, ya está sufriendo las consecuencias:
según datos del SENAMHI, paralelo a la curva creciente de deforestación hay un
incremento significativo de las temperaturas y de las anomalías de
temperaturas, con extremos cada vez más marcados; de la misma forma, hay una
marcada disminución de las precipitaciones, y un incremento de anomalías en la
precipitación; esto es, lluvias más esporádicas y concentradas en cierta época
de año, con sequías más prolongadas y lluvias más torrenciales intercaladas. El
impacto en las actividades agropecuarias es tremendo, y en la vida de la gente,
por los eventos climáticos extremos (inundaciones, huaycos, sequías).
La agricultura andina debería preocuparse mucho por lo
que le pasa al bosque amazónico, en la “casa del agua”. Y ni qué decir de la
agricultura costera y, por supuesto, las ciudades costeras, que dependen del
agua aportada por las lluvias andinas y, por tanto, del bosque amazónico.
Proteger cada árbol de este bosque no es, por tanto, un tema “ambiental”, y
mucho menos un tema de interés de ambientalistas gringos que quieren
supuestamente frenar nuestro desarrollo, como algunos ignaros defienden. Es un
tema económico y social, y debería ser prioridad nacional. Máxime cuando hoy
sabemos que la agricultura y ganadería en la selva son absolutamente ruinosas,
y los recursos de la biodiversidad amazónica tienen un impresionante potencial
en los mercados de productos naturales de los países más desarrollados.
Promover, como se ha estado haciendo, la ampliación de la
frontera agrícola en la Amazonía no solo es irresponsable por el impacto en la
seguridad hídrica y climática del Ande y la costa peruana, sino miope y
ruinoso: las mejores oportunidades de desarrollo para los pueblos amazónicos no
están precisamente en la agricultura, sino en los bionegocios con recursos del
bosque, y en los servicios ambientales, especialmente captura de carbono y
provisión de agua dulce. Cambiar por ‘media vaca’, como solía decir el maestro
Antonio Brack, una hectárea de bosque amazónico con mil toneladas de biomasa y
una infinidad de especies y recursos es un mal negocio (por cierto, se
requieren dos hectáreas en promedio para alimentar una vaca raquítica en los
pobres suelos de la selva baja).
Los bosques amazónicos valen mucho, mucho más en pie que
talados. No solo son vitales para la agricultura y las ciudades del Ande y de
la costa: también para los cinturones agrícolas del sur (estados sureños de
Brasil y Argentina) y del norte (Colombia, Venezuela), e incluso, como
demuestran recientes estudios, para el clima del oeste de Estados Unidos. El
bosque amazónico, por este rol regulador del clima hemisférico, y por las
enormes cantidades de carbono que almacena (incluyendo en el subsuelo, en la
turba de sus pantanos), es clave para el Planeta frente a la amenaza del cambio
climático.
Un estudio de Medvigy et al. (2013, Am. Met. Soc. 26:
9115-9136) muestra que la deforestación masiva en la Amazonía resultaría en un
10 – 20 % reducción de lluvias en el oeste de EE. UU., y una reducción del 50 %
de la nieve en Sierra Nevada. California ya sufrió el año 2014 la peor sequía
en 1200 años, y los estados del Sur, especialmente Texas y Arizona, han sufrido
también sequías devastadoras. Conservar estos bosques es estratégico para
ellos, y para todo el Planeta. El Perú, junto con otros países amazónicos,
deben saber negociar una justa retribución por este servicio ecosistémico con
los países más ricos (y emisores de gases efecto invernadero).
Agradecemos a José Álvarez
Alonso por permitirnos compartir sus reflexiones con nuestras y nuestros lectores.
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