Columna
de reporteros
Reproducción
de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2290 de la revista
‘Caretas’.
Por: Gustavo Gorriti
Si
contamos a los que llegaron al poder por el voto, el Perú tiene tres ex
presidentes vivos. Si incluimos a los que lo hicieron por la bota, ya son
cuatro: Morales Bermúdez, Fujimori, García y Toledo.
Es un
grupo interesante. Morales Bermúdez hizo una transición de la dictadura a la
democracia. Fujimori la llevó de la democracia a la dictadura. Toledo y García,
a su turno, no fortalecieron la democracia pero la respetaron.
Un grupo
interesante no es necesariamente un grupo ejemplar. De los cuatro ex presidentes,
dos, Toledo y García, son investigados en forma paralela por presunta
corrupción. Fujimori, está en la cárcel. Y Morales Bermúdez probablemente no
planea viajar a Italia, pues enfrentaría un grave proceso penal por atrocidades
contra los derechos humanos perpetradas en, o desde, suelo peruano durante su
gobierno, en el marco del Plan Cóndor.
Los
cuatro, sin embargo, se proclaman perfectamente inocentes. Entre Ecoteva y
narcoindultos, Toledo y García se disputan el encabezamiento noticioso. Pero
creo que ambos confían en que el agitado intercambio de acusaciones no durará
mucho y que el futuro los tratará como hasta hoy ha tratado a sus antecesores:
con blandura, cortesanía y amnesia selectiva.
En
nuestro país, el paso del tiempo no juzga ni revela sino encubre. Los numerosos
episodios nacionales en los que la Historia debió ser un atestado terminaron
usualmente siendo coartada.
Desde que
empecé a trabajar en periodismo de investigación, a comienzos de los ochenta,
se me hizo claro que la corrupción no era excepcional sino extendida, intensa,
dominante.
Entre
1980 y 1985, tuvimos un presidente honesto, acompañado por algunos, no muchos,
ministros tan honrados como él. Pero entonces hubo una corrupción abrumadora,
mucho más tóxica, me parece, que la de ahora, porque el país era harto más
pobre, desorganizado, en proceso de violencia creciente, con un gobierno más
débil, con poco control sobre los sectores de seguridad; y con un narcotráfico
de lejos más importante de lo que es ahora.
“En su
manera ordenada y minuciosa, Montesinos nos había regalado un incomparable
curso documental sobre cómo funciona la corrupción”.
En ese
régimen fue clarísimo que no bastaba con tener un presidente probo, como fue
Belaunde, pero a quien, en términos de lucha anticorrupción y de mando en su
gobierno, se le escapaban las tortugas. Siendo un hombre noble, prefería
concentrarse en los lados positivos de su gestión y de sus días – la obra
pública en la detallada geografía, comentada con frases redondas, imágenes
monumentales– e ignorar, como forma de desdén pero también de escape, todos los
otros elementos de una realidad que, en varios aspectos y lugares, se le caía a
pedazos.
La
corrupción en el primer gobierno de García fue alta y atorrante, en medio de
pujos de liderazgo internacional, con una retórica supuestamente progresista,
de resonante elocuencia y aparatosos resultados: derramamientos de sangre,
decisiones desastrosas y en una proliferación de cutras y de mañas que terminó,
al cabo de esa década, con una economía destruida, un país asolado por la
guerra interna donde, sin embargo, se robó hasta el final.
García
tuvo habilidad y suerte en lograr que Fujimori fuera su sucesor.
Este lo blindó con sus votos en el Congreso mientras fue demócrata y
luego lo persiguió cuando se hizo dictador. Beneficio por partida doble, puesto
que con ello consiguió desacreditar las investigaciones contra García.
El
régimen de Fujimori y Montesinos fue el primer caso en el que el crimen
organizado tomó el poder. Todo lo precedente pareció convertirse en una mera
anécdota, una difusa prehistoria ante la gravitación de esa oligarquía
criminal.
En la
transición a la democracia, el año 2000, muchos sentimos –y no solamente los
optimistas pertinaces– que el destino nos había dado la oportunidad de doblegar
la corrupción histórica en el gobierno de nuestra república. Nunca como
entonces escuché tanto la palabra ‘refundación’ ni vi a tantos afectar la
expresión de severa pero diligente dignidad de catones posmodernos.
Es que,
en su manera ordenada y minuciosa, Montesinos nos había regalado un curso
incomparable de documentales sobre cómo funciona la corrupción como doctrina de
gobierno. Ni siquiera los archivos de la Stasi se comparaban a los vladivideos
y vladiaudios en su riqueza demostrativa, en la pedagogía integrada al
desarrollo de la evidencia y la contundencia de la prueba.
Encima,
el azar nos dio un presidente excepcional aunque efímero en Valentín Paniagua,
que en su breve persona y breve tiempo personificó las virtudes republicanas
del buen decir y buen pensar, de la sencillez y austeridad junto con el coraje
en la acción.
Pero ni
los entusiasmos ni los gobiernos provisionales son suficientes para cambiar los
hábitos arraigados de grupos y organizaciones, las subculturas, las astucias y
las mañas impresas desde la Colonia en el ADN de los grupos dirigentes.
¿Se pudo
haber logrado un cambio sustantivo entonces? Creo que sí. Otras naciones, con
hábitos seculares de corrupción y coexistencia con mafias, como Singapur, por
ejemplo, lograron cambios determinantes en pocos años; no precisamente
democráticos (para eso hay otros ejemplos), pero sí eficaces.
Se
necesitaba un liderazgo fuerte, lúcido, comprometido y ejemplar. Eso es lo que
la gente esperó de Alejandro Toledo el año 2000, cuando los jóvenes vitoreaban
a un ‘Pachacútec’ que sintió el halago pero no la obligación.
Le dije
entonces, varias veces, que él debía ser nuestro Benito Juárez, que debía
dirigir y mejorar lo que Valentín Paniagua había sembrado…
Han
pasado trece años y entiendo que hoy esos recuerdos suenan a chiste y que no
faltará quien me pregunte si he visto el nombre de don Benito entre los
accionistas de Ecoteva o en alguna otra de las empresas en las gavetas vecinas.
Pues no.
Pero a la vez, ni siquiera el juego de revelaciones y la comedia de embarradas
entre los fariseos que se maniobran como opción mientras calculan la impunidad,
me lleva al desánimo. Si en la economía pudimos crecer bien, ¿no podemos
lograrlo en la sociedad y su política? No es fácil, pero claro que podemos
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