Por: Javier Diez Canseco
Luego de
una impresionante agonía entendida como lucha y voluntad personal, social y
política de persistir en un camino de transformaciones indiscutible, Hugo
Chávez ha muerto. Una campaña electoral de las más intensas que lo llevó a
viajar por todo el país y a exigirse al máximo le dio una contundente victoria
frente a su opositor Capriles y le dio una consistente mayoría en las regiones
y el Congreso. Chávez murió en su ley, entregándolo todo al ideal que había
abrazado más allá de cualquier bienestar o placer personal. Para una gran
mayoría ha sido una expresión de tenacidad y de convicción extraordinaria,
digna de respeto y expresión de su amor a su país. Para otros –de estrecha
visión y escasa profundidad ética– ha sido el momento para auparse al grito de
“Viva la muerte” que espetó el general franquista que ocupó la universidad
española que don Miguel de Unamuno conducía en la guerra civil española, quien
no solo le respondió sino lo echó de la casa de estudios.
En el
Perú hay quienes han respondido a la muerte de Chávez sin altura y evidenciando
una extraordinaria pequeñez ética, más allá de sus discrepancias. Quienes han
celebrado la muerte por encima de la vida y el respeto a las relaciones
soberanas y solidarias que deberían regir entre países que forman parte del
proyecto integrador más interesante hoy en el mundo, el de la integración
suramericana.
¿Quién
puede imaginarse Unasur, Celac, los planes de Integración Energética y Vial,
las posibilidades del Banco del Sur, la integración militar suramericana para
recuperar autonomía, la defensa de los espacios de autonomía regional que hoy
representan Brasil, Argentina, Uruguay, Venezuela, Chile, Ecuador, Bolivia y
otros que están en camino, sin Hugo Chávez?
Cuando se
escriba la historia se verá que esta oleada por la segunda y definitiva
emancipación tuvo a este personaje –más allá de sus aciertos y desaciertos, de
sus excesos y carencias, de sus arbitrariedades y justezas– como un eje
central.
Es
mezquino también no reconocer a Chávez lo que le reconoce su propio pueblo.
Venezuela es uno de los países con los índices más altos de satisfacción de las
condiciones de vida y que ha logrado profundísimos niveles de redistribución de
la riqueza generada por los recursos naturales para mejorar la calidad de vida.
Empata con Finlandia en el 5º lugar de los países donde la población está más
feliz, según Gallup 2010. En Venezuela, la pobreza cayó de 71% en 1996 a 21% el
2010; la extrema bajó de 40% a 7%. La desigualdad se redujo 54% (la menor en
AL). Las pensiones de jubilación aumentaron de 387.000 a 2.100.000 personas. En
educación, 1 de cada 3 venezolanos (de toda edad) está en un programa. 72% de
infantes va a guarderías y 85% de niños en edad escolar a la escuela. En el 98,
el 21% de la población era desnutrida; hoy el 5%. La mortalidad infantil bajó
de 25 por 1.000 (1990) a 13 por 1.000 (2010). Un país que ha hecho
extraordinarios avances en salud como me contara un médico en la clínica en la
que hoy me atiendo una neoplasia.
Finalmente,
si comparamos a Venezuela con Perú en la satisfacción que hay frente al régimen
democrático veremos notorias diferencias. No se trata de un paraíso ni que la
delincuencia y la corrupción no sean un flagelo, pero no dictemos cátedra desde
esta parte de América Latina en la que el Perú ocupa los últimos lugares en
educación y salud.
No cabe
duda de que la figura de Chávez transformó el escenario político del siglo XXI.
La falta de grandeza ante su muerte no solo implica una falta de respeto frente
a un personaje que impactó en el escenario regional y mundial; conlleva además
un desprecio ante el valor de la vida.
Chávez ha muerto pero no se ha ido. Más allá de
contradicciones y pugnas, que vemos en todas las fuerzas políticas y en todos
los países del mundo, el chavismo es hoy un árbol vigoroso y fuerte cuyo
prestigio y significación crecerán. Como dijo Choquehuanca a Bolívar: “Con los
siglos crecerá vuestra gloria como crece la sombra cuando el sol declina”
(1825). Esta vez, el discípulo de Bolívar no murió en el olvido ni en el abandono,
murió en olor de multitud, una marea roja en Venezuela y millones de
latinoamericanos que hoy hacen son del viento que agita la bandera de la unidad
subcontinental. Casi dos siglos después de su muerte nadie podrá negar que la
espada de Bolívar cabalga por América Latina. Ojalá Venezuela asuma, con los
demás, esta extraordinaria responsabilidad.
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