DR. JORGE H. SARMIENTO GARCÍA
Nuevamente, Aída Kemelmajer –ahora con Marisa Herrera y Eleonora Lamm– aborda el tema que
debo llamar “de la manipulación de la vida humana y del aborto”, escribiendo en
un matutino de esta ciudad de Mendoza que la Corte Interamericana de Derechos
Humanos (en el caso “G. Artavia Murillo y otros c/ Costa Rica”) ha dicho que prohibir
la fertilización in vitro viola el derecho a la privacidad, a la libertad, a la
integridad personal, a la no discriminación y el derecho a formar una familia;
y que, yendo más allá, interpretó el término "concepción" contenido
en el art. 4 de la Convención Americana de Derechos Humanos y lo asimiló a
"anidación", con lo que “concepción" presupone existencia dentro
del cuerpo de una mujer, lo que legitima los métodos anticonceptivos, en
especial, los hormonales de emergencia, tales como la pastilla del día después,
y permite afirmar que tales métodos no atentan contra el derecho a la vida
consagrado en la Convención Americana de Derechos Humanos ni son abortivos,
debido a que no hay embarazo mientras no hay anidación, proceso que esos
métodos impiden.
Afirman las autoras que “La Corte ha dado
pasos gigantes ya que no solo ha legitimado la reproducción humana asistida,
sino que también avanzó hacia una ampliación en el acceso a anticonceptivos y
al aborto. Entonces, la máxima instancia judicial en la región ha dado luz
verde para legalizar la interrupción del embarazo en América en un abanico
mucho más amplio de casos”.
Pero de inmediato se advierte que, una vez
más, el comentario –ahora tripartito– se queda
a mitad de camino, pues no aborda en su integridad los principios que violan ni
las consecuencias a que conducen las conclusiones del tribunal de marras. Así
las cosas, responderé brevemente a la reseña con una síntesis de conceptos que
ya han sido expuestos con autoridad y amplitud de fundamentos.
Ante todo, es de señalar que el “montaje”
de la persona comienza de forma inofensiva, filantrópica, pretendiendo ayudar a
matrimonios sin hijos. Pero cuando se pretende conseguir a toda costa un hijo,
considerándolo un derecho, el hijo se convierte en mera propiedad. En lugar de
un acto de amor, aparece la actuación técnica que implica la fertilización in
vitro, lo que desencadena, por fuerza, problemas ulteriores, siendo el primero
qué sucede con los denominados “fetos sobrantes”, es decir, con seres humanos tratados
de antemano como productos de desecho.
El ser humano no puede ni debe estar
sometido a planes de montaje, los que pueden convertirse en una pretensión de
dominar al mundo que, al mismo tiempo, alberga en su seno un estropicio. Si el
hombre –que no puede crear nada, sino a lo sumo unir– pretende erigirse a sí mismo en hacedor, la creación
está amenazada; si quiere convertirse a sí mismo en dueño de la vida (y de la
muerte), se puede decir que está traspasando la última frontera.
Es preciso saber poner límites a nuestra
actuación, a nuestro poder, a nuestra experimentación y a nuestros
conocimientos, aceptando que existen fronteras últimas que no debemos
transponer. Con la manipulación genética el ser humano surge como un producto
industrial hecho por otros seres humanos, lo que puede llevar a permitir el
último atropello de la persona, como por ejemplo la cría de esclavos u otras
formas de detracción del ser humano.
Creo conveniente, a esta altura, las siguientes aclaraciones:
a) Bien se ha dicho que hemos de diferenciar entre lo que
las personas han hecho y lo que son. Sea quien fuere el que haya llegado a la
vida de la forma que impugnada, es una persona y hemos de amarla y reconocerla
como tal. El hecho de que nos veamos obligados a rechazar esa forma de
producción de seres humanos no debe provocar la estigmatización de los que así
han venido al mundo. En ellos reconocemos, pese a todo, el arcano de la
humanidad y los acogemos como tales.
b) Es admisible y válida la manipulación genética mientras
sirva para curar y con ella se respete la creación.
Es que una idea que subyace a la creación y
que debe servirse con humildad y respeto, es que el ser humano debe surgir del
amor, mediante el proceso de la generación y del nacimiento; de lo contrario,
queda degradado y privado del verdadero esplendor de su creación, habiendo –en el caso de la fecundación in vitro– comenzado su vida como óvulo y semen fuera del claustro
materno y, a veces, con tres madres: la de quien procede el óvulo, la que ha
llevado el embrión y la que desea criarlo.
No
puedo concluir este tópico sin referir –con especial referencia al matrimonio que no puede tener
hijos– lo que también se ha escrito sobre la poderosa
transformación de la que es capaz el hacer una obra tan buena como lo es
adoptar un hijo, porque se advierten los efectos maravillosos que se derraman
sobre el matrimonio ante el fruto de decisión tan meditada. Es evidente que hay
mucha más reflexión en la adopción de un niño, que en la decisión de tener un
hijo de modo natural, en el promedio de los casos. Y si bien el amor por un
hijo no se compara a nada, parece ser que el amor por un hijo adoptivo es mucho
más fuerte, porque se fundamenta en la convicción profunda de llevar adelante
un acto de amor. Los matrimonios encuentran en la adopción una fuente de nueva
vida en unión, y los niños adoptados se adormecen en los arropamientos de nidos
cálidos y bien cuidados, verdaderos palacios donde la vida florece esperanzada
y bien regada de amor y sonrisas. La adopción es, así, una manifestación de
cuan bueno puede ser el hombre cuando se lo propone...
Para finalizar esta nota, y con relación en
este momento al tema del aborto, sólo me limitaré a tratar la aseveración en el
sentido que el embrión in vitro no es persona, lo que en definitiva depende del
grado de desarrollo que alcance.
Cierto es que existe en la filosofía
perenne un principio a tenor del cual de lo inferior no puede derivar lo
superior, lo que es correcto siempre y cuando en lo primero no esté ya contenido
lo segundo; y ocurriendo que en el embrión (uno solo de cuyos cromosomas tiene
una memoria de treinta millones de datos hereditarios) existe ya todo lo que
puede alcanzar el ser, es inadmisible aseverar que en el mismo la personalidad
se va alcanzando progresivamente.
Y permítaseme a esta altura un corto ladeo
para evitar cualquier equívoco sobre lo que consigno en el párrafo precedente y
mi creencia religiosa: en abril de 1985, la Universidad de Munich organizó en
Roma un Simposio internacional sobre "La fe cristiana y la teoría de la
evolución". El Papa Juan Pablo II, en la alocución que dirigió a los
participantes, dijo que "el debate en torno al modelo explicativo de
evolución no encuentra obstáculos en la fe, con tal que la discusión permanezca
en el contexto del método naturalista y de sus posibilidades". Después de
recoger textualmente el pasaje donde Pío XII, en la encíclica "Humani
generis" de 1950, afirmaba la compatibilidad del cristianismo con el
origen del cuerpo humano a partir de otros vivientes, prosiguió con estas
palabras: "no se crean obstáculos a partir de una fe rectamente
comprendida en la creación o de una enseñanza, correctamente entendida, del
evolucionismo: la evolución, en efecto, presupone la creación; la creación, en
el contexto de la evolución, se plantea como un acontecimiento que se extiende
en el tiempo –como una creación continua–, en la
cual Dios se hace visible a los ojos del creyente como Creador del Cielo y de
la Tierra". Y en un mensaje dirigido a la Academia Pontificia de las
Ciencias el 22 de octubre de 1996, Juan Pablo II afirmó que la teoría de la
evolución es hoy día algo más que una hipótesis, y añadió que una
interpretación filosófica de la evolución que no deje lugar para las
dimensiones espirituales de la persona humana chocaría con la verdad acerca de
la persona y sería incapaz de proporcionar el fundamento de su dignidad.
Luego de la aclaración que antecede,
concluyo adhiriendo a quienes se oponen a la manipulación del ser humano y a
disponer de él, no implicando esto tratar de frenar la legítima libertad de la
ciencia o las posibilidades de la técnica, sino de defender, entre otras cosas,
la vida y la dignidad de la persona, que es lo que está en juego, cumpliendo la
obligación de responsabilizarnos de que esas fronteras sean percibidas y
reconocidas como infranqueables.
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