Por: Julio Calderón.
Hace algún tiempo, me topé en un
website de psicología y filosofía, con una publicación que, a mí parecer,
resume magistralmente las características de uno de los principales males que
padece nuestra sociedad, así como todos y cada uno de nosotros. La fiebre del
consumo.
La fiebre de nuestro tiempo se llama
"consumismo". Atraviesa la lógica íntima de la producción, nos hace
guiños desde la publicidad que nos espía por doquier y acaba anidando como un
culto de salvación en el fondo del corazón.
El consumismo, que para algunos
autores es el modo como el sistema compra la lealtad de los ciudadanos y la
pacificación del mundo del trabajo (Haberrnas), termina siendo, en su versión
hedonista, la justificación del capitalismo (D. Bell). Un fenómeno de este
calibre no deja de incidir sobre los sentidos, la mente y
el corazón de los individuos. Tampoco deja indiferente a un hecho tan pegado a
la realidad humana, interna y externa, como es la religión.
El cambio introducido por el consumo
masivo no sólo incide sobre el mundo económico, sino sobre el cultural y, por
tanto, alcanza a la configuración de un estilo de hombre, de vida y de
relaciones sociales. La fe cristiana, en cuanto estilo de relacionarse con Dios
y los hombres, de ver la realidad y de posicionarse ante ella, queda
profundamente afectada por la revolución consumista.
El sistema de valores consumista
El sistema de valores consumista
El consumo vive del estímulo a la
posesión y al tener. Desata el afán de rodearse de aquellos objetos que la
publicidad presenta como la realización de una vida humana plena. La propaganda
nos ofrece la posibilidad de ser como los arquetipos del hombre/mujer feliz de
nuestra sociedad.
En general, personas famosas
(aristócratas, actrices, deportistas ... ) que poseen muchas cosas: chalets,
coches deportivos, vestidos, viajes, acompañantes... Detrás del estímulo al
consumo se juega un modelo de vida y de persona. La "vida buena"
(Aristóteles), digna de ser vivida, es la vida llena de cosas, hinchada de
objetos. En el límite, se nos ofrece un cielo de opulencia. Y la realización
humana caminará por la posición y la tenencia de tales objetos. Sin posesión no
hay persona, sería el slogan subyacente a esta cultura del tener.
El consumo representa el éxito en la
sociedad actual. Puede tener y consumir el que se ha amparado al techo de esta
sociedad. La publicidad sabe de este vínculo estrecho entre tener y poseer y
poder tener éxito. Por esta razón, los modelos ofrecidos tras el señuelo de los
anuncios tienen éxito con tal perfume, tal desodorante o tal limpia-vajillas.
También aquí se deslizan modos de
entender la vida y la realización humana. El consumo sirve al objetivo de la
autoafirmación individualista. Es un instrumento para demostrar el status
social y, más allá, para afirmar mi poder. Éxito y poder son los secretos
motores que estimulan el consumo.
Como ya vio Veblen, el impulso a
trepar en la escala social es mucho más fuerte que los meros motivos
económicos. El consumo en nuestra sociedad está lleno de referencias al status
social. De ahí que esté plagado de competición psicológica por el nivel de
vida. Desde este punto de vista, la sociedad del consumo "es la
institucionalización de la envidia" (D. Bell).
Al parecer todos estamos inmersos en esta sociedad de consumo y somos
educados, realmente programados, por ella, para alimentarla y alimentarnos de
ella, en un círculo vicioso de deseos y sed de cosas, goces, posesiones, éxito,
ostentación... El placer de tener, poseer, disfrutar... Esos conceptos se
vuelven "valores" dentro de la sociedad de consumo.
Definitivamente la sociedad de consumo y sus "valores"
representan un elemento perturbador que combate profundamente al comportamiento
cristiano. Mas adelante compartiré un poco mas de estas reflexiones, en donde
se podrá ver como la visión del mundo consumista causa ceguera para la
solidaridad y la gratuidad, llevándonos hacia una incompatibilidad cristiana.
Saludos,
Julio Calderón.
Julio Calderón.
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