Artículo Nº 217, registro de PUNTO
DE VISTA Y PROPUESTA
Mientras al Presidente Ollanta
Humala recibía al Jefe del Comando Sur de los Estados Unidos, general Jhon
Kelly para tratar temas de “colaboración militar en materia de
narcotráfico y terrorismo”; y compartía luego con el Jefe del Gobierno
español Mariano Rajoy después de renovar por 18 años el contrato con la
Telefónica de España para el manejo de las comunicaciones; el Perú iniciaba un
ardiente verano que abría paso a un lacerante recuerdo:
El 26 de enero de 1983, hace
exactamente 30 años fueron asesinados, en circunstancias aún insuficientemente
esclarecidas ocho periodistas y el guía que los conducía. El horrendo hecho
ocurrió en la Comunidad Andina de Uchuraccay, en la zona más agreste del
departamento de Ayacucho, y guarda en sus entrañas misterios que seguramente
alguna vez habrán de develarse.
El aciago acontecimiento
remeció, en ese entonces, a la sociedad peruana. Pero aún mantiene vigencia no
solamente porque es dolorosamente evocado por familiares, amigos y periodistas;
sino también porque constituye el símbolo de una realidad en la que se
entrecruzan dos caminos: el accionar terrorista y la estrategia de pacificación
impuesta desde entonces por la Clase Dominante, y que fuera aplicada en el Perú
por sucesivos gobiernos a través de la Fuerza Armada y las estructuras
especiales de la Policía Nacional.
Además, porque desde la
perspectiva de hoy, se puede considerar el hito de Uchuraccay como el inicio de
la “guerra sucia” que dejara en el país una trágica estela de muerte y
destrucción. Esto, que lo anotara recientemente Alfredo Pita, tiene
importancia dado que, en efecto, fue ésa una de las primeras de una seria
sucesiva de masacres perfiladas a partir de un mismo esquema: atribuir los
hechos al accionar de Sendero, y aniquilar a las poblaciones originarias en una
matanza sin límite. .
Como se recuerda, Uchuraccay
tuvo un antecedente muy concreto: los sucesos de Huaychao, ocurridos
pocos días antes. En ese poblado, tan oscuro y tan perdido como el otro, se
produjo un hecho de violencia que dejó un trágico saldo. La versión oficial
aseguró que los comuneros de esa localidad habían dado muerte a siete
senderistas luego de un enfrentamiento. La verdad monda y lironda, era otra:
los asesinos no eran comuneros sino uniformados; y los muertos no eran
senderistas, sino campesinos.
A Huamanga, capital del
departamento de Ayacucho, llegó una versión de lo ocurrido en Huaychao. El
hecho, no era producto de ningún “choque armado”, ni resultado de una “acción
senderista”. Los muertos fueron abatidos cuando -inermes- cultivaban la tierra.
Las muertes eran la secuela de una incursión armada en la zona perpetrada por
las unidades especiales de la policía -“los Sinchis”- movilizados
especialmente desde la capital ayacuchana para “vigilar” la zona. Las víctimas,
inermes, habían caído sin ofrecer resistencia.
Para investigar lo ocurrido y
confirmar la versión recibida, los periodistas que se hallaban en Huamanga
resolvieron viajar hacia Huaychao. Alquilaron un viejo vehículo, contrataron
los servicios de un guía local y emprendieron la ruta. Por lo agreste del
terreno, se vieron forzados a abandonar, en un momento, el motorizado; y se
desplazaron a pie por la más alta cordillera del lugar. Cuando pasaban por las
cercanías de la Comunidad Iquichana de Uchuraccay, fueron interceptados y
posteriormente asesinados.
Innumerables esfuerzos
permitieron reconstruir algunos episodios de lo acontecido en ese paraje
desolado. Los periodistas fueron cercados y retenidos por personas que actuaron
en calidad de comuneros del lugar quienes los conminaron a no avanzar hacia lo
que debía ser el fin de su viaje. Ellos rechazaron las presiones e insistieron
en su propósito. Querían llegar a Huaychao de todos modos. Luego de un
acalorado intercambio de palabras en idiomas distintos - no todos los
periodistas hablaban ni entendían quechua y los agresores, no todos, el
castellano- se agravaron las cosas. Los atacantes en el afán de intimidarlos,
procedieron a agredirlos físicamente. Los atacados se defendieron y algunos
lograron, incluso, tomar fotos aisladas de los hechos, que quedaron como mudo
testimonio de un drama lacerante. Finalmente los periodistas fueron reducidos y
maniatados. Después, fríamente asesinados.
La primera versión
proporcionada en Huamanga por el Comando Político Militar de entonces a cargo
del general Clemente Noel y Moral fue que los muertos eran senderistas.
Inmediatamente después, se corrigió la versión asegurando que más bien habían
sido muertos por senderistas. Finalmente se dio una versión más híbrida: habían
sido confundidos con Senderistas por error, y muertos por comuneros ignorantes
y asustados.
Posteriormente se dispuso la
captura de todos los comuneros sindicados como presuntos participantes del
hecho, y se hizo para ellos una parodia de juicio que nunca pudo desentrañar
ningún misterio, y ni siquiera concluir. En ese lapso, el gobierno de entonces -Fernando
Belaúnde Terry- integró una “Comisión de Alto Nivel” -la Comisión Vargas
Llosa- que pretendió reconstruir los hechos. Nunca se sabrá si por
cubrirlos púdicamente, o por simple diletantismo, la Comisión de entonces se
perdió en interpretaciones sociológicas y antropológicas buscando encontrar
explicaciones profundas a lo que era simplemente un crimen múltiple. Su
dictamen final no aportó nada para la reconstrucción de los hechos, salvo en
hacer hincapié en las diferencia de estadios civilizatorios entre las
poblaciones de la región y las zonas urbanas y la dificultad de comunicación
habida cuenta del uso de lenguas distintas entre atacados y atacantes.
Antes y durante el proceso
judicial que se celebrara después, los mandos castrenses de la zona se
empeñaron en aseverar que los periodistas fueron “confundidos” con terroristas
porque llevaban una supuesta bandera roja y usaban fierros largos -los trípodes
sus cámaras- que los nativos de la región creyeron, eran armas de fuego.
Esta inconsistente versión no
resistió ningún análisis. Los periodistas no fueron muertos apenas
interceptados en su ruta. Hubo tenso diálogo y explicaciones entre agresores y
agredidos. Y los primeros, pudieron haberse dado cuenta muy fácilmente que los
fierros no eran fusiles; y que las telas rojas, no eran banderas. No hubo, ni
existió base alguna para suponer confusiones. Lo que sí quedó claro -y lo
admitió incluso el comisionado Varga Llosa- es que los Comuneros actuaron
incentivados por las autoridades de la región, de cuyo respaldo estaban
persuadidos. Ellos los habían adiestrado para que sólo recibieran a quienes
venían por aire. “si vienen por tierra, son terrucos”, les habían
dicho induciéndolos de hecho a matarlos.
Y es que así funcionaba la
“estrategia antisubversiva” puesta en marcha por el gobierno de entonces, que
no solamente había declarado el “Estado de Emergencia” en la región sino que, a
partir del 1 de enero de ese año, había movilizado a la Fuerza Armada, seguro
-como estaba- que la guerra había comenzado. La consigna de entonces –que se
atribuyó a un prominente jefe militar de entonces “el gaucho” Cisneros
Vizquerra, era muy simple: hay que matar 60 campesinos porque dentro
de ellos tendremos, con seguridad, por lo menos, 3 terroristas muertos.
Existía entre los militares de
entonces -y lamentablemente existe aún- la idea de que eran ellos, los que
tenían la última palabra y la decisión en las manos. Estaban convencidos - como
Oswald Spengler- que efectivamente “siempre ha sido un pelotón de
soldados, el que ha salvado la civilización”.
Era la lógica entonces vigente
en la región. Había sido diseñada en la Escuela de las Américas que Estados
Unidos mantenía en Panamá, pero también cuajaba en la forma de acción de las
dictaduras vigentes en aquellos años en nuestro hemisferio: la dictadura
Brasileña de 1964, el Golpe de Pinochet, en 1973; el régimen de Videla, en la
Argentina de los 70 y las administraciones genocidas que imperaban en Bolivia,
Paraguay y otros países. Era, en otras palabras, la estrategia genocida de la Operación
Cóndor en todo su esplendor. El pretexto era “salvar a la patria”,
aunque -como bien lo anota Javier Cercas- “la patria no se sabe lo que
es, o es simplemente una excusa de la pillería y la pereza”
Hoy, después de 30 años, la
herida sigue abierta. No se sabe a ciencia cierta quiénes fueron los que
asesinaron a los periodistas. Ni tampoco se conoce la identidad de quienes
dictaron la orden para que se actuara así. Autores materiales e intelectuales,
confiaron siempre en la impunidad, y en la frágil memoria del pueblo.
No obstante, los periodistas
caídos en Uchuraccay, no han muerto. Willy Retto, Jorge Luís Mendívil, Pedro
Sánchez, Eduardo de la Piniella, Jorge Sedano, Octavio Infante, Amador García y
Félix Gavilán, unidos al guía Juan Argumedo y el Comunero Severino
Huáscar, viven en la memoria de los peruanos, y constituyen también un
ejemplo imborrable de dignidad, y de compromiso con la vida. (fin)
(*) Del Colectivo de Dirección
de Nuestra Bandera / http://nuestrabandera.lamula. pe
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