Doctor de la Universidad de Buenos Aires, Área Ciencias Sociales
Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Los mega delincuentes que
actualmente se alternan en la escena judicial, policial y multimediática del
Perú: Artemio, cabecilla de Sendero Luminoso, el grupo más sanguinario del
mundo; Antauro Humala, un exoficial de ejército y hermano del presidente de la
República y últimamente Gringasho, el
sicario a sangre fría más joven del Perú, guían sus actos por criterios de
costo-beneficio y rentabilidad de sus delitos en busca de reconocimiento y la
prensa está ahí dispuesta a colaborar con ellos, porque los necesita para
elevar el rating. Delincuencia y prensa
roja se fortalecen solidariamente y ambos elementos salen ganando. Pierde la
sociedad y se desestabiliza el Estado de Derecho.
¿Qué
tienen en común estos tres y otros mega
delincuentes? Los une una trastocada noción del bien y el mal, anteponiendo el pragmatismo
que asocia lo bueno y lo malo con el éxito o fracaso de sus metas personales. Tampoco
experimentan sentimiento de culpa, ni son capaces de sentir temor ni piedad. En
vez de experimentar sentimientos de culpa, sujetos como Artemio y Antauro
Humala se creen iluminados, salvadores del mundo y miembros del reino de lo
sagrado.
Como
a los políticos maquiavélicos, les apremia alcanzar el poder y la gloria, y las
mejores señales de formar parte de los elegidos en su carrera por el
reconocimiento, son las primeras planas que les dedican los diarios de mayor
circulación, las noticias en la televisión con ribetes cinematográficos, y el
convertirse en tema de entrevistas a magistrados, sicólogos, sociólogos,
criminólogos. Toda una glorificación incluso cuando se intenta moralizar o
cuestionar sus actos.
A
la prensa roja le interesa lo insólitamente perverso, interpretando a su modo
el criterio que define lo que es noticia: “Que un hombre se coma un pez no es
noticia, pero que un pez se coma a un hombre sí lo es”. Y los mega delincuentes
se convierten en noticia, en actores con visos espectaculares, porque
siniestramente hieren lo normal. Por eso las empresas mediáticas destacan
camarógrafos, fotógrafos, audaces caza noticias, como si fueran a cubrir la
noticia de un extraordinario cantante de rock, de un hipotético genial
deportista. De tanto hacer visible lo aberrante, lo legitiman, dedicando
espacio noticioso que jamás dedicarían a una hipotética congregación de cien
científicos galardonados con el Premio Nobel.
Los
medios no escatiman esfuerzo, recursos, talento para convertir en noticia cada
acto, gesto o detalle, de los mega delincuentes, sin evitar maquillarlos, inflando
egos al presentarlos como galanes irresistibles, como exitosos conquistadores
de mujeres, detalle en el que sacan lustre Antauro Humala y Gringasho. ¿Alguien habrá podido calcular cuántos
millones de imágenes en primera plana de los periódicos sensacionalistas y en
la televisión se difunden, sin parar, diariamente, presentando las nalgas y el rostro
de la Gringasha, la pareja sentimental
de Gringasho?
Gringasho y Gringasha
son ahora celebridades en el Perú merced a la prensa roja.
Un
canal de televisión en una especie de sketch presenta alrededor de quince
policías homenajeados por haber capturado a gringasho,
el sicario más joven del Perú, al que aparecen rodeándolo, como sin gringasho fuera el centro de la noticia.
El joven delincuente, colocado en una especie de altillo, sonríe con aire de
triunfo, porque su anhelo de alcanzar reconocimiento, colocándose por encima de
la multitud, está rindiéndole frutos a lo grande, estatus en el cual lo diabólico
se convierte en metáfora de heroísmo o sagrado. Gringasho respira hondo y sonríe firmemente, seguro de que es un
ser temido, porque ahora los policías tienen la obligación de cuidar su
integridad física, evitarle hasta un leve resfrío, guarecerlo en celda segura,
separado de la masa de mediocres y marginales delincuentes.
Antauro
Humala provoca la noticia, berrinchea, los medios lo presentan con una y otra
rubia o fumando marihuana en su celda. Como esos niños agrandados que saben que
con una buena pataleta ponen de rodillas al padre, se queja, amenaza, se
victimiza, vilipendia al ministro de justicia, amenaza enjuiciarlo, luego lo
enjuicia intentando también ponerlo de rodillas. Insulta al presidente de la
república, que resulta ser su hermano, a quien califica de “blandengue” y
subordinado a su mujer, la primera dama Nadin Heredia. Actúa con la presunción
que será el próximo presidente del Perú y lanza mensajes en la lógica de la falacia
ad baculum, mientras su padre, ex
comunista o comunista folk y abogado de profesión, estaría coordinando con un
vocal supremo un borrador para modificar la sentencia que actualmente tiene
Antauro Humala, argumentando vicios procesales para lograr su libertad.
La
pregunta inevitable que hay que hacer ahora es si esta vez las ONGs defensoras
de los derechos humanos se pronunciarán a favor del auto victimizado Antauro
Humala, o de sus reales víctimas de lesa humanidad, los policías asesinados
durante el andahuaylazo promovido por el exoficial del ejército peruano.
O
decidirán que es mejor guardar el más absoluto silencio. Cualquier comportamiento
que ellos decidan, no oculta una verdad inequívoca: la mega delincuencia hace
temblar al Estado de Derecho.
La
necesidad de reconocimiento, según lo plantea Francis Fukuyama en su libro El fin de la historia y el último hombre,
lo experimenta todo ser humano, pero en los mega delincuentes ese rasgo está
patológicamente sobredimensionada, y toman como señal de éxito la atropellada
multitud mediática, la cual con criterio neoliberal da rienda al éxtasis fantástico,
a la imaginación morbosa. Antauro cosecha los beneficios de la prensa roja, que
la relanza al plano global y alcanza a convertirse en a través de la CNN, por escarnecer
al ministro de justicia y al presidente de la república, calificándolo de
“blandengue”, lanzando bazofia también a la Primera Dama de la Nación.
La
producción mediata enardece la imaginación, exacerba el sistema límbico, el
morbo inflama la mente, anula la reflexión, recesando la neo corteza, contexto
en el cual se trastoca el imaginario, sublimando la vileza y transformando a
los villanos en héroes.
Sutilmente
la percepción de la gente se
metamorfosea, porque el poder mediático estampa en sus mentes imágenes
que van cambiando ellas mismas en degradé, en una dirección en la que empiezan detestando y odiando a los delincuentes hasta terminar
victimizándolos y mutando desde pedir sanción para los mega delincuentes hasta
sugerir la retórica sanción para el conjunto de la sociedad, a la que
consideran como la causa de todo y perciben en los delincuentes avezados a
víctimas, a seres aplastados y moldeados por la maldita sociedad, a quien
habría que condenar y liberar de culpa a los mega delincuentes victimizados.
Finalmente, todos somos presentados como culpables, mientras los delincuentes
son mostrados como víctimas de la sociedad.
Después
de todo, la tendencia a victimizar a los delincuentes no es un asunto peruano.
Grandes tratadistas como Michel Foucault y Loic Wacquant, el primero nacido en
el primer cuarto de siglo XX y el segundo en 1960, ven en los delincuentes como
producto de la sociedad. Estos autores tienen una autoridad intelectual
indiscutible. Pero más preocupante que el porcentaje de sujetos convertidos en
criminales son sus víctimas que a veces suman centenares de miles. ¿Qué culpa
tienen estas víctimas? ¿Por qué tendríamos que ser compasivos con ellos y no
con sus víctimas?
En
algunos mitos andinos los delincuentes tienen poder mágicos y huyen de las
cárceles convertidos en pumas o aves, y en el mundo urbano y moderno de Lima
Metropolitana para trasladar a los
grandes delincuentes, el estado destaca miles de policías y bloquean el
tránsito vehicular por la ruta donde trasladarán a los megadelincuentes,
agregándose el gran despliegue mediático, de la prensa televisiva, radial y
escrita, cautivando aún más el imaginario popular tan
predispuesto a sacralizar lo profano.
A
estos personajes se los convierte en mitos, las ONGs los victimizan y se
convierten en sus fervientes defensoras, atemorizando a las fuerzas del orden,
arrinconándolas, ocasionando que sus integrantes prefieren arriesgar sus vidas
en lugar de afrontar con energías a los audaces delincuentes, acusándolos de
vicios procesales, mientras los delincuentes hacen uso –sin límite alguno- de
todas armas que tienen a su alcance. El mismo miedo experimentaron los
magistrados en la década de 1990, al momento de juzgar a los terroristas de
sendero luminoso y del MRTA, motivo por el cual se crearon los jueces sin
rostro. Los delincuentes ríen, se burlan de las autoridades, amenazan, denuncian,
reciben la atención esmeradísima de los representantes de la ONGs y la Corte
Interamericana hasta puede premiarlos con alguna millonaria indemnización. Y no
faltan abogados dedicados a validar sus actos, a nombre del debido proceso, de
la democracia.
La
mega delincuencia es un verdadero peligro contra el Estado de Derecho, con
respaldo de quienes más dicen valorar la democracia.
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